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Literatura

Historia

Rebeldía y ostracismo: así fue la mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia

En la década de los setenta 38 mujeres militantes de izquierda protagonizaron una cinematográfica huida carcelaria. Veinticuatro años más tarde, la escritora Josefina Licitra rescata su historia

Lucía y María Topolansky fueron arrestadas de nuevo junto con otras compañeras y recibidas entre vítores y aplausos
Lucía y María Topolansky fueron arrestadas de nuevo junto con otras compañeras y recibidas entre vítores y aplausosJefatura de Policía de Montevideo.La Razón

Ni las triquiñuelas artesanales y rocambolescas de John Dilinger (talló una pistola de madera para amenazar a los guardias) en el centro penitenciario estadounidense de Crown Point, ni la destreza adquirida con la cuchara en el arte de cavar de Frank Lee Morris, los hermanos Clarence y John Anglin para construir su particular trampolín a la libertad lejos de la histórica prisión de Alcatraz, ni tampoco el desafío institucional protagonizado por el Chapo Guzmán, fundador del Cartel de la Sinaloa, tras huir de la cárcel más segura de todo México. Una de las mayores fugas planificadas de la historia la llevaron a cabo treinta y ocho mujeres militantes de izquierda cortadas por similares patrones ideológicos en un penal femenino de Montevideo durante la década de los sesenta. Casi nadie lo recuerda, o tal vez son muy pocos los que quieren molestarse en intentarlo.

El trasfondo político, el carácter feminista y el extraordinario dinamismo con el que se produjo, confieren al episodio un carácter casi cinematográfico lo suficientemente sugerente como para que la escritora y periodista argentina Josefina Licitra le haya dedicado un libro cuyo título, “38 estrellas” (Seix Barral), alude al nombre que recibió por parte de las propias artífices, tamaña escapada. La conocida como “Operación Estrella” se desarrolló la noche del 30 de julio de 1971 entre la doméstica tranquilidad del hábito rutinario que acostumbra a invadir los días en un presidio y el rugido incesante de las cloacas de la capital uruguaya, un lugar en palabras de la autora “donde solo se desaparece bien si se está bajo tierra”.

Romántica maniobra

En total eran cuarenta y dos las reclusas y activistas que se encontraban dentro del correccional de Cabildo cuando se materializó un plan que llevaba fraguándose cinco meses desde fuera. Cuatro de ellas permanecerán dentro sin escapar. El objetivo parecía bien definido desde el comienzo: asestar un puñetazo metafórico a las instituciones de la democracia burguesa para ridiculizarlas y poner en evidencia sus fallas y sus injusticias, que no eran pocas a ojos de los tupamaros, organización clandestina perteneciente al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros de la que formaban parte tanto las presas como los integrantes de la ayuda externa que más tarde facilitaría el golpe. Tres meses bastaron para que una cuadrilla secreta pasara desapercibidamente por debajo de las botas de los guardias que custodiaban el perímetro de la cárcel y cavaran el último tramo del conducto.

Licitra define el acontecimiento como “una maniobra romántica que ayudará a construir un mito dentro de la izquierda latinoamericana” y “un centro de fuego y oscuridad que muchas mujeres podían sentir propio”. Esa dualidad entre las bases ideológicas de la lucha armada y la reivindicación del cuerpo y el espacio femeninos impregna cada uno de los relatos recogidos en el libro. En ocasiones resultan contradictorios en cuanto a la sucesión de los hechos, a veces se perciben involuntariamente deslavazados como consecuencia de la imperfección de la memoria, pero todos ellos están extraídos del testimonio directo de la experiencia de sus protagonistas.

Graciela Jorge tenía tan solo 23 años cuando introdujo su cuerpo por el oscuro y estrecho túnel de veinticinco metros de largo y sesenta centímetros de diámetro que conducía a la cloaca que aceleró su liberación y la de sus compañeras. La última actividad que le encomendaron a uno de los mayores referentes dentro del movimiento antes de que diera comienzo la fuga fue la revisión pormenorizada de dos puntos esenciales; comprobar la consistencia de los conocidos como “muñecos”, que no eran otra cosa que pijamas llenos de ropa con los que se pretendía simular el volumen de un cuerpo humano, y asegurarse de que las radios estaban encendidas pero con la frecuencia fuera señal para generar un sonido parecido a una orquesta sinfónica de ronquidos.

“Ya está el resto vistiéndose como corresponde: pantalones con la botamanga dentro de las medias, una pollera enrollada a la cintura, zapatillas bien atadas, un pañuelo blanco colgando del cinturón en la parte trasera –para sentir de guía a la que va detrás– y otro pañuelo en el cabello para no ensuciarse tanto con las descargas cloacales”. Así recrea la escritora en una parte del libro la estratégica indumentaria con la que las 38 estrellas se preparan la noche del 30 de julio para su aventura escapista.

Razones para escapar

La joven metió la cabeza en la militancia impulsada por el hartazgo nacional de la crisis económica que se produjo en Uruguay a finales de los sesenta y pronto empezó su progresivo contacto con asociaciones de estudiantes o centros socialistas como el de Raúl Sendic, apodado “Bebe”, que fue un líder de la izquierda uruguaya y del movimiento tupamaro a quien José Mujica (cuya mujer y política, Lucía Topolansky, fue una de las presas que se escapó) llegaría a referirse en su día como “patriarca político”. En un seminario conmemorativo organizado el pasado año entorno a la figura de Sendic, Graciela reconoció la influencia que tuvo el revolucionario en su implicación política: “Compartí sus ideas, abracé con él y muchos más el proyecto revolucionario y lo viví de forma muy cercana durante muchos años. Era curiosa la manera de firmar que tenía Raúl. B.B. Las dos “b” con mayúscula. En los sesenta “b.b” era la abreviatura que la prensa utilizaba para hablar de Brigitte Bardot y después de leer un informe político sesudo o cualquier ensayo, a Raúl le generaba mucha distensión adoptar ese otro yo”, señalaba.

Alicia Rey Morales era otro de los puntales que encabezaba el envalentonado y corajudo grupo de prófugas. Su leyenda se ennegreció con el tiempo y años después de la fuga tanto a ella como a su pareja, Héctor Amodio Pérez –apadrinado por el mismísimo Franco en el 73 y establecido en Madrid durante casi cuatro décadas– se les tildó de traidores. Algunos de los compañeros a los que supuestamente delató tras negociar una salida a España utilizaron apelativos tan descriptivos y clarificadores para referirse a ella como “torva”, “oscura” u “horrible”.

Debajo de la tierra

Con independencia del señalamiento posterior que se hizo de ella, Morales formó parte junto con mujeres como Elena Quinteros, América García, María Elia Topolansky (apodada “la Parda”), Alba Antúnez, Ana Casamayou, Lucía Topolansky, Lía Maciel o Gricelda Borges de un episodio que terminó solventándose con éxito de memoria colectiva que el diario primera plana catalogó como “el escándalo subterráneo” pero que sus protagonistas vivieron como un auténtico acto de liberación y resistencia. Compañeras resbaladizas, estudiantes férreas, obreras a tiempo completo, insurrectas de cuna, idealistas de solariega costumbre y mujeres brillantes, todas tuvieron el valor de cavar, de doblar el cuello para que su cabeza no tocara los desechos de la superficie del túnel, apretar los dientes, sujetar el corazón y colarse por una ventana cuyos bordes estaban calculados de forma milimétrica para fundirse con la pared hasta desaparecer evitando así el rastreo de la policía.

Diferentes coches de los compañeros del movimiento que habían contribuido a la construcción de la parte restante del túnel, circulando a una velocidad vertiginosa, las recogerán tras su salida y las irán dejando en diferentes escondites como casas o locales. Algunas olvidaron pertenencias dentro de las celdas y otras directamente descartaron la idea de llevarlas consigo. En el anuncio de la fuga publicado en un periódico local se pudo leer: “Somnolienta, bien pertrechada, la guardia alistó sus metralletas, como si estuviera por comenzar la guerra. En la madrugada del jueves, alrededor de las cinco, todo estaba en calma en el pabellón. Nadie advirtió algo extraño. Sin embargo, en ese momento, 38 mujeres se hundían en la tierra”. Ahora, en un poético arrebato de justicia histórica, Josefina Licitra las devuelve prósperas a una superficie de la que nunca debieron esconderse.

Ausencia de feminismo en la izquierda

El origen de las herramientas que utilizaron las presas para calcular con exactitud el lugar preciso en el que hacer el boquete subterráneo que conectara con el tunel trazado desde fuera, procedía, paradójicamente, del quit de elementos básicos “femeninos” que desde las cárceles se asignaba a las mujeres. La correspondencia de género estaba clara: hilos y metros de costura. Porque, ¿existía acaso en aquella época algún entretenimiento para las mujeres alejado de las agujas? Resulta difícil imaginarlo. La cuestión relacionada con el género en el transcurso de esta huida tuvo un peso fundamental. Sobretodo con relación a su silenciamiento. Tan solo dos meses después de que se produjera la “Operación estrella”, un total de ciento once varones protagonizaron otro monumental escape del que, a diferencia del primero, sí que se hicieron eco propagandístico los principales medios del país. Licitra señala que el acontecimiento sucedió en un tiempo “en el que las mujeres eran vistas, incluso en los movimientos de izquierda, con un prisma que las llevaba al redil de “las pequeñas cosas”; a un lugar devaluado, inofensivo y alejado de las marcas discursivas que hoy permiten hablar de igualdad de género”. Dentro de ese escenario caprichoso y dispar, cabe preguntarse por qué la fuga terminó viéndose a ojos de los diferentes agentes sociales como una simple acción “simpática y atrevida”, tal y como la definieron algunos.