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Casas Viejas, la masacre que la Segunda República ocultó

Un documental de José Luis Hernández Arango programado en el Festival de Málaga recupera unos sucesos que terminaron con la dimisión de Azaña

Días después de los sucesos de Casas Viejas, la Prensa fue invitada para asistir a una recreación de los hechos
Días después de los sucesos de Casas Viejas, la Prensa fue invitada para asistir a una recreación de los hechosLRLa Razón

El 8 de enero de 1933 se declaraba una insurrección anarcosindicalista por toda España. Pero pronto las revueltas fueron sofocadas por el Gobierno republicano, acusado por la CNT de «burgués». Todas excepto una, la de una pequeña aldea de Cádiz, Casas Viejas, que pasaría a protagonizar uno de los sucesos más trágicos de nuestra historia reciente. «Todo quedó quemado», recoge el documental «Casas Viejas 1933», proyectado ayer en el Festival de Málaga. Un recuerdo olvidado: «Es ignorada por los españoles», cuenta la cinta dirigida por José Luis Hernández Arango.

Dos días más tarde del inicio de las revueltas en España, comenzaba la lucha de Casas Viejas. «Solo pedían para comer», recuerdan los vecinos benalupenses. «Igual que a unos pueblos les toca la lotería, a nosotros nos tocó está desgracia que no merecíamos», lamentan de un tema tabú. Así, empeñado en «que los sucesos no desaparezcan», Salustiano Gutiérrez, profesor de Historia del instituto local, advierte que todavía hoy es un «tema por resolver».

En 1933, Casas Viejas era un lugar «muy pobre»; iba en consonancia con «el gran problema agrario que se vivía durante la Segunda República», afirma Gutiérrez de una situación que llevó al enfrentamiento entre, ya en palabras del historiador Diego Caro, «la oligarquía de terratenientes y un ejército de jornaleros». Los campesinos, que difícilmente pasaban los 40 años, malvivían para dar de comer a su familia, pero, aun así, «los hijos se les morían de hambre». Por lo que la asamblea de «Los Invencibles» tomaba la voz la noche del 10 de enero. Sin pensar en las consecuencias y guiados por su sangre caliente, los jornaleros alzaron sus escopetas y se dirigieron al único símbolo de la fuerza del Estado en la zona, el cuartel de la Guardia Civil. El objetivo era que entregaran las armas, pero un solo disparo acabaría con la vida de dos agentes y ya no había marcha atrás.

Con la mañana llegarían los refuerzos y lo primero, como aviso, fue matar a Rafael Mateos Vela, «un hombre que no tenía nada que ver con los acontecimientos», se defiende en «Casas Viejas 1933». Sublevados como «Gallinito» y José Monroy huyen al campo; otros, como Manuel Quijada y «Seisdedos» son capturados y llevados a la choza de este último, mitificado por las crónicas de Ramón J. Sender. Ya en el caserón, donde se encontraban refugiados una decena de locales, las fuerzas del Estado se vieron sorprendidas por una refriega desde el interior que terminó con la vida de un nuevo agente. Ante la imposibilidad de acuerdo, el teniente al mando obligó a Quijada a ir en busca de sus compañeros, pero, en vez de encontrar un consenso, este se encerró con ellos a sabiendas de que no tenían ninguna escapatoria.

Ya de madrugada, junto a 50 hombres, llegaría de Madrid el capitán Rojas con una orden clara: acabar con la resistencia de la manera más expeditiva: «No dudó en prender fuego al caserón con todos dentro» para zanjar la revuelta, afirma el profesor Gutiérrez de «un africanista con una mentalidad cruel». Solo María Silva «La Libertaria», con un niño en brazos, logró salir con vida por una ventana y esquivar las balas gracias a una burra y una chumbera. El resto moriría entre tiros y llamas cuando la revuelta ya hacía horas que se había sofocado.

Sabedores de su error, el día 13 se invitó a la Prensa para recrear algunas de las escenas y dar una versión dulcificada de los hechos. «La oficialidad dijo que los muertos llegaron en un enfrentamiento igual», explica Gutiérrez. Sin embargo, el escándalo fue tal que Azaña, que no reconocería las ejecuciones hasta el 11 de marzo, tuvo que explicarse en las Cortes. Casas Viejas fue la gota que colmó el vaso de que la República iba a traer tiempos de renovación. Doce fallecidos que se convirtieron en un regalo para la oposición, que se llenaba de motivos para desprestigiar al mando y romper la coalición entre socialistas y republicanos.