Pedro Simón: «La ingratitud es un pecado capital condenado a repetirse»
Presenta «Los ingratos», la novela con la que obtuvo el Premio Primavera y en la que reivindica la importancia de valorar más a nuestros mayores
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El olor a chimenea, las heridas en las rodillas, los cromos, el sonido de una fuente con gritos de niños de fondo, la mano suave que acaricia o advierte, las lecciones basadas en la experiencia, «Un, dos, tres... responda otra vez». Son pinceladas de esa infancia inocente que se fraguó en los pueblos de España tras el hambre de la guerra y antes de que la tecnología sustituyera al aire libre. Recuerdos que le debemos a los que siempre estuvieron ahí para enseñarnos de qué trata la vida: los mayores. De ello habla en «Los ingratos», obra por la que el también periodista Pedro Simón se ha alzado con el Premio Primavera de Novela 2021.
–¿Cómo surgió este libro?
–Nace tras ver la película «Roma», de Alfonso Cuarón, en la que se cuenta la historia de una cuidadora indígena de una familia de la burguesía mexicana. Me di cuenta de que yo había conocido a mujeres así en los años 70 y sentí la necesidad de contar y, de algún modo, homenajear a esa mujer del ámbito rural. Escribí este libro porque tiene que ver conmigo en muchas cosas. Yo, como el protagonista, me crié en un pueblo, y mi madre era maestra.
–¿Quiénes son los ingratos?
–Somos la gente de nuestra generación. En esta época en la que vamos tan deprisa, no hay tiempo ni para darle las gracias a nuestros mayores. Y lo que está pasando con ellos durante la pandemia es una metáfora de esa ingratitud, porque se van sin que les hayamos brindado un último abrazo. El libro habla de muchos viajes, uno que va del campo a la ciudad, otro de la niñez a la edad adulta, un tercero del desarrollismo al desarrollo y el último, el que más me interesa, que va de aquellos besos que dábamos cuando éramos niños a esos últimos abrazos que no hemos llegado a tiempo de dar.
–¿Afectó la pandemia al argumento de la novela?
–Estaba prácticamente terminada cuando irrumpió el coronavirus. Me di cuenta de que el libro me hablaba de lo que estaba sucediendo. Entonces, borré 50 páginas que no afectan a lo sustancial, y la rematé. Me fui a viajar por los pueblos donde yo había estado cuando mi madre era maestra y añadí solo una frase. La novela habla de aquella España en la que viajábamos sin cinturón de seguridad, que era más cruda pero menos cruel. No conviene olvidar que venimos de allí. Hay que pensar en los pueblos a través de su gente, no como un parque temático para los fines de semana, porque, sino, están condenados a fracasar. Por eso hay que reivindicar a quienes ya no están y que hicieron posible nuestro viaje.
–Si el coronavirus nos ha abierto los ojos, ¿esa ingratitud se va a reducir?
–La ingratitud es un pecado capital que está condenado a repetirse. Los jóvenes lo tienen ahora más complicado, porque antes los peligros, por más obvios y visibles, eran más eludibles. Ahora hay una violencia altísima, pero sorda. No vemos qué hace un chaval con una pantalla. Antes era todo más evidente y salvable. Vamos a seguir siendo ingratos por los siglos de los siglos.
–Agradecer nace de un esfuerzo individual...
–La experiencia es eso que tienes cuando ya no te sirve para nada, cuando muere tu abuela y piensas en lo que tenías que haber hecho. Al cumplir años te das cuenta de que vas ocupando el lugar de tus padres y sientes esa ingratitud. Son tendencias naturales, aunque dolorosas.
–Para rebatir ese remordimiento, ¿acude a la literatura?
–Escribir es bajar a un trastero y abrir cajas que tienen que ver con uno mismo: olores que seguramente hayas olvidado, sabores que estuvieron en tu vida, papeles, apuntes de secundaria… y salvarlo todo de la basura. Poner negro sobre blanco a gente como el personaje de Emérita, una cuidadora sorda y semianalfabeta.
–¿Qué le produce más nostalgia de su infancia?
–Lo normalizada que estaba la vida salvaje. Ese salvajismo helénico, virginal, primitivo, que se relaciona con la sangre, con la brecha que te hacías en la cabeza de una pedrada. Te criabas en un entorno en el que estabas más preparado para sobrevivir que ahora, en una sociedad más «blandiblú». Antes se vivía hacia la calle y ahora hacia dentro, hacia la pantalla líquida. Es una putada. Hay una palabra que a la generación de los 70, que no pasamos hambre pero sí sabíamos lo que era, que hay que reivindicar: austeridad. Como un acto de generosidad con la gente que viene después de ti, no como acto de cicatería. Hay que reivindicarla, la aspereza, la falta de confort, ir en un coche sin cinturón de seguridad.
–¿No olvidar es imprescindible para avanzar?
–Sería una monstruosidad si olvidásemos de dónde venimos. Cuando eres más joven, eres todo lo que te queda por delante. Pero cuando pasas el friso de los 40, también eres todo lo que te queda por detrás. Lo único que nos sostiene, lo que marca la diferencia, es la educación de nuestros padres. Todo lo demás son tonterías.