Cómo destruir a la estrella francesa más famosa del mundo
Jean-Paul Belmondo fue un genio irónico y gimnástico, un caballero y un ladrón
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Mucho antes de que aprendiéramos quiénes eran Godard, Louis Malle o Truffaut, mucho antes de que supiéramos que existía una cosa llamada Nouvelle Vague, que cambió para siempre la forma de hacer, ver y mirar el cine, ya sabíamos quién era una de sus grandes figuras, una que se nos acaba de ir, dejando un vacío imposible de llenar. Y es que Jean-Paul Belmondo -Belmondo a secas-, era eso y mucho más: uno de los rostros paradigmáticos del cine francés y universal. Un feo irresistiblemente atractivo, hasta el punto de pasar por guapo y ser capaz de hacerse la foto con Alain Delon, sin salir perdiendo. Un actor que era también estrella. Condición hoy en vías de extinción que consiste en ser más que la suma de sus partes. Más que las películas que hacía, fundiendo persona y personaje, hasta hacerse querer dentro y fuera de la pantalla, como hombre y como sombra.
El Belmondo que algunos recordamos y recordaremos siempre, más allá y más acá de nuevas olas, es ese genio irónico y gimnástico, ese ex-boxeador chulesco y simpático, caballero y ladrón, que protagonizó las más delirantes comedias de aventuras de Philippe de Brocca, como “Cartouche” (1962), “El hombre de Río” (1964), “Las tribulaciones de un chino en China” (1965) o, sobre todo, “Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo” (1973), delicioso delirio pop, romántico y posmoderno. Es ese honesto pícaro que podía ser trágico en “El confidente” (1962); dejarse llevar por “El furor de la codicia” (1971); convertirse en un “Simpático sinvergüenza” (1966); sentarse con un puro entre los labios a ver pasar “El cuerpo de mi enemigo” (1976) o ser, directamente, “El rey del timo” (1980). Un “As de ases” (1982) capaz de llevar como nadie el “Borsalino” (1970), en dueto con Delon, o ser “El incorregible” (1975), “El profesional” (1981) -que lo era como pocos-, “El marginal” (1983) e inevitablemente, “El solitario” (1987).
Un actor que, sin imponer su ley a sangre y fuego, imponía con su presencia física y moral, sin hacer ascos al mejor cine comercial francés, europeo e internacional, hasta formar parte de repartos tan variopintos y estelares como los de “¿Arde París?” (1966) o la demencial “Casino Royale” (1967). Tanto o más que su compadre Alain Delon, Belmondo era y seguirá siendo el rostro troquelado a golpes del destino del mejor polar. Ese cine negro francés donde fatalismo y romanticismo van de la mano de ironía y violencia nihilista, sin estar desprovisto nunca de humor y poesía. Su nombre es inseparable del de los directores del mejor policial galo: Robert Enrico, Henri Verneuil, Jacques Deray, José Giovanni, Georges Lautner, Philippe Labro y por supuesto Jean-Pierre Melville. Con ellos fue gánster, policía, agente secreto, soldado de fortuna, atracador, convicto, vengador… Siempre con ese gesto entre burlón y ceñudo, entre Bogart y Tintín, dos de sus ídolos confesos, que hacía de su presencia algo tan especial y esencial.
Al tiempo y a la vez que “muso” de un Godard en el fondo -ya que no en la forma- fascinado por el género popular, Belmondo encarnó a la estrella por excelencia del cine de acción, comedia y aventura netamente europeo. Respuesta burlona y lírica a Clint Eastwood o Charles Bronson, con un algo que ellos nunca tendrán, indefinible pero reconocible, un je se sais quoi que ahora se ha perdido para siempre. Porque la Muerte misma ha descubierto cómo destruir a la estrella más famosa del cine francés, pero su victoria es pírrica como pocas. Porque Belmondo siempre estará con nosotros, en sus casi cien películas… Y en el rostro inmortal de ese Teniente Blueberry de Jean Giraud que nunca llegó a interpretar, pero es, sin duda, el mayor homenaje posible a la popularidad de un actor que se ha ido, por supuesto, cuando Europa ya no tiene un cine digno de él. Chapeau!