“Los alcatraces”: solo hay algo peor que un crimen, otro más bárbaro
★★★★☆
Por Ángeles López
El título, «Los alcatraces», hace referencia a los pájaros que se lanzan al mar –«Les fous de Bassan»– y juega con el doble sentido de la palabra «fou»: loco. la obra que le valió a Hébert el Premio Fémina está ambientada en un pueblo rodeado de acantilados en las provincias marítimas quebequenses. Estamos en un lugar protestante, minoritario, anglófono y de habla francesa. Construida en cuatro partes, la novela relata la caída en desgracia del mismo detonada por un crimen reconstruido a través de cinco personajes que lo vivieron. De manera que con las confesiones del reverendo Wilkins se mezclan las reflexiones deshilvanadas de Perceval, el idiota del pueblo (los ecos faulknerianos son inevitables) y las afirmaciones inocentes pero certeras de Nora Atkins y su prima Olivia Atkins. Jóvenes que serán asesinadas durante una noche de tormenta por su primo, cuya voz abre y cierra este coral de talante onírico.
El eje significante (y significativo) de la tragedia es la presencia turbadora de las dos muchachas, de la sexualidad latente. Al crimen explícito, contado en primera persona , subyace otro, oculto, que se nos entrega en fragmentos y en el que el instinto y la culpa priman sobre la razón. El reverendo y sus acercamientos a Nora, que culminan en el suicido de la mujer de aquél, hacen que al asesinato real se superponga otro, inconfesable y, acaso, peor que el anterior: si el primero lleva la impronta de la barbarie al haber sido cometido sin remordimientos, sobre el segundo pesa la huella de la hipocresía.
El fin de la inocencia
Vemos, así, al religioso como la víctima sacrificial y, a la vez, el causante y el testigo de la caída de la comunidad que él estaba destinado a conducir hacia la salvación. Asistimos al Quebec de la época, donde el rol de la mujer y la mojigatería son las marcas indelebles de los escenarios de la obra de Hébert. También vemos la indefensión y el miedo ante la vida adulta, la infancia y el fin de la inocencia como su inevitable reverso, la muerte como el triunfo y la liberación de las fuerzas oscuras que moran en el interior de nosotros. La cuestión del origen del mal permanece ineludible, lo mismo que la respuesta que la autora sugiere: que cobra formas diversas pero éstas son sucedáneas de los terrores que habitan en nuestra conciencia. Una ficción que reviste un nivel narrativo que roza lo sublime cuyos temas, pese a ser turbadores y, a veces, luctuosos, se tratan con la fluidez y la siniestra belleza que solo puede tener lo que está destinado a ser eterno.
▲ Lo mejor
Su reflexión sobre el origen del mal y las muy diversas formas que puede adoptar
▼ Lo peor
La incómoda empatía que el autor nos hace sentir hacia unos personajes que dan pena