Barcelona: cuando acaba la fiesta y ganan los tristes
Javier Montesol y Ramón de España recuperan a dos de sus personajes más emblemáticos en un cómica para evocar la libertad que se respiraba en la Ciudad Condal antes de la victoria de Jordi Pujol y la llegada del nacionalismo
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Javier Montesol y Ramón de España son dos francotiradores de la contracultura. Montesol, historietista y pintor, fue dibujante en revistas míticas como «Star», «Bésame Mucho», «Cairo» o «El Víbora», antes de cambiar Barcelona por Francia siguiendo el rastro de Goya y otros libérrimos. De España, escritor, guionista, columnista y director de cine, estuvo en «Vibraciones», «El País», «El periódico de Catalunya» y, ahora, en «Crónica Global». Cultiva una escritura insolente y culta, feroz con los imbéciles y benevolente con los humillados. Javier tiene la pincelada desgarrada y magmática, de brochazos y sombras a los que asoma el fulgor de lo nuevo.
A principios de los ochenta publicaron dos álbumes, «La noche de siempre» y «Fin de semana», por los que circulaba un grupo de veinteañeros enganchados al rock and roll, las vanguardias europeas, el punk y la New Wave, la poesía y el cine. Entre el costumbrismo ácido y el aguafuerte petardo, constituyen dos retratos formidables de una Barcelona y una España hambrientas de libros, sexo, cultura y madrugada. Cuarenta años más tarde, Montesol y De España recuperan a dos de aquellos personajes en un tercer álbum, «Cuando acaba la fiesta» (editorial Berenice), remate crepuscular y melancólico, de una cierta posmodernidad. De la ciudad que fue. Con los protagonistas, ya sesentones, sobremuriendo en la Cataluña del monocultivo nacionalista y la Barcelona piojosa de la activista reciclada como alcaldesa infame.
¿Historieta, cómic, novela gráfica, tebeo? «El término Graphic Novel tiene un precedente en Francia», cuenta De España, «la revista “À suivre”, que teníamos muy presente cuando creamos “Cairo”. Su especialidad eran los grandes relatos por entregas. Fue muy importante para llevar el género a la edad adulta». «Mi apuesta siempre fue –tercia Montesol– que el cómic pudiera estar en la estantería al lado de los libros, con historias más complejas».
Rebeca Argudo: ¿Cómo surge la idea de retomar aquellos dos trabajos?
Ramón de España: Fue Javier. No es que yo me hubiera olvidado de aquellos álbumes, les tenía mucho cariño, pero me parecía que reflejaban una época muy determinada, nuestra juventud. Me llamó y al principio me pareció una chaladura. Pero luego pensé que sería interesante ver qué fue de aquellos chavales, convertidos en sesentones, con los achaques físicos y morales propios de la edad, y de nuestra ciudad, donde cuesta respirar por la pinza entre los nacionalistas y Colau. Pero tampoco queríamos una historia deprimente. Destila un cierto fatalismo amable, sin dramatismos. Esto es lo que ha sido de nosotros: se hizo lo que se pudo.
Javier Montesol: Después de haber hecho las dos primeras historias Ramón tenía una idea para la tercera. La primera escena discurría en el aeropuerto de Los Ángeles, en los lavabos, con un tío que sacaba una pistola y se pegaba un tiro. Y yo, que estaba empezando a pintar más, y que me parecía que arrancaba una década prodigiosa, no vi claro un guión así. Pero tenía una deuda emocional, y quizá por eso le propuse hacer el tercer álbum. Pensaba que el guión de Ramón sería más cruel.
RdE: Me he hecho mayor.
Julio Valdeón: ¿Está escrito y dibujado durante la pandemia?
RdE: En el momento álgido de la pandemia y el procés. Para nuestra primera reunión atravesé un Paseo de Gracia lleno de lazos con banderas.
J.M: Octubre de 2019.
RdE: Fueron meses de disturbios y justo entonces decidimos poner en marcha esta bonita historia. Lo que sucede es que yo ya no era el joven tremendista que tuvo que soportar Javier cuando llegué con la historia del aeropuerto de Los Ángeles. Es una obra de madurez, pero sin nostalgia. Más bien con un fatalismo amable. Un retratito del presente que no tiene nada que ver con la ciudad que vivimos de jóvenes, ni con lo que pensábamos que iba a ser, ni seguramente con lo que pensamos que iban a ser nuestras vidas.
R.A: ¿Y me puedes contar cómo fue aquella Barcelona?
J.M.: Franco muere en el año 1975 y hubo un vacío de poder durante un lustro. Había una libertad increíble, una falta de censura absoluta. Barcelona era una ciudad ácrata. Se mezclaba todo el mundo en cuatro o cinco baretos supermodernos.
RdE: En la etapa final, decadente, de Bocaccio, a las dos de la mañana podías encontrarte a Jaime Gil de Biedma departiendo amablemente con dos punkis con crestas. Esos cinco años, entre la muerte de Franco y la victoria de Pujol, son los únicos de todo el siglo XX en los que a los barceloneses nos dejaron en paz. No se sabía muy bien quién mandaba, qué estaba prohibido y qué no, y nosotros teníamos 20 años. Hubo una alegría indudable y una tendencia al desmadre creativo.
J.M.: Ramón lo ha dicho alguna vez muy bien: España, a los que no éramos nacionalistas, a los que hablábamos en castellano, nos vendió. Como si fuéramos saharauis.
J.V: Pero, ¿existían antes ya síntomas de esto?
J.M: El café para todos dió un poder tremendo a los nacionalistas. Pasamos de creer que podríamos sobrevivir a convertirnos, casi de forma automática, en ciudadanos de tercera fila.
RdE: Lo primero que pienso al recordar aquellos tiempos es, bueno, que Dios nos conserve la vista. Qué diferencia de dónde pensábamos que íbamos a dónde nos estaban llevando. Y mira que había pistas, mira que la ciudad era cutre.
J.M: Pero por la noche brillaba. Te encontrabas a Oriol Bohigas, a Gil de Biedma… Supongo que fue un espejismo de igualdad y fraternidad.
RdE: Lo que nosotros queríamos no es lo que querían nuestros conciudadanos. Treinta años seguidos de victorias de Pujol son muy reveladoras. Allí estábamos nosotros, leyendo el «Andy Warhol Interview», y el resto se estaba calando la boina
J.M: Como escuchábamos a Lou Reed y a la Velvet Underground, veíamos las películas de Wim Wenders y leíamos el «Andy Warhol Interview» creíamos que estábamos en la buena senda, cuando el resto de la sociedad, capitaneados por Lluis Llach, iba en dirección contraria.
RdE: Nosotros con la mirada puesta en Manhattan y todos los demás going back to my roots...
J.M: Todos estos personajes que escuchaban a la Velvet y tenían la mirada en el exterior, convencidos de que podíamos homologar Cataluña con el mundo, quedaron fuera de juego, mientras los otros encontraron acomodo muy rápido. La voluntad del nacionalismo nunca fue crear un Silicon Valley, sino hacer a todo el mundo funcionario. Las grandes familias catalanas crean una estrategía para colocar allí a todos sus hijos.
RdE: Yo, en mi delirio pensaba que se podía montar algo como Rolling Stone, pero claro, esto no era Los Ángeles, de hecho en 1980, el año de la victoria de Pujol, revientan el «Star», el «Disco Express» y el primer «Ajoblanco». No se consiguió una prensa alternativa estable, como «Rolling Stone» en Estados Unidos. Hubo muchos espejismos. Sucedió también con los cómics.
J.V: En este momento, Barcelona ya no da la sensación de que sea un contrapoder frente al nacionalismo.
RdE: Sigue habiendo diferencias. Como decía Martí Font, ex camarada en el underground, para el nacionalismo Barcelona siempre fue una ciudad demasiado grande para un país tan pequeñito. En Barcelona hay demasiada mezcla, demasiada impureza para ser capital del movimiento nacional.
J.M: Hubo una competición para ver quién era más catalán y el PSC, para no quedarse tampoco atrás, intentó homologarse con los nacionalistas. Y así es como llegó la debacle.