Nuria Barrios: “Está muy bien que la utilización del genérico femenino ofenda a los hombres”
La autora publica “La impostora”, un ensayo con el que desgrana el complejo y apasionante proceder de un oficio como la traducción
Creada:
Última actualización:
Para hablar de las dificultades escalonadas y estructuralmente áridas del oficio de la traducción, Nuria Barrios recurre en un extracto de su último libro, “La impostora” (Páginas de Espuma) a un término que la convierte en una extraña para sí misma: el despojamiento. Se trata de algo que “no tiene que ver con el dominio mayor o menor del idioma extranjero que he de verter a mi idioma” sino “con la súbita inseguridad con la propia lengua, con la conciencia temblorosa de un analfabetismo inesperado, con una visión desvalida de mi ser. Tiemblan las palabras y, con ellas, las estrellas, la noche, los rostros, el viento, el canto de los pájaros”. Esa vacilación sobrevenida, ese repentino cuestionamiento de las capacidades propias a la hora de enfrentarse a un lenguaje conocido pero no tan interiorizado como la lengua materna y esa apropiación disfrutable y envenenada de la máscara de traductora son sensaciones y actitudes que la autora madrileña, reciente ganadora del XIII Premio Málaga de Ensayo por la obra que nos ocupa, conoce a la perfección -teniendo en cuenta que en su haber destacan traducciones de John Banville, Amanda Gorman o James Joyce- y experimenta con frecuencia.
“En realidad esto me parece el gran regalo de la traducción: precisamente el hacer consciente a la persona que lo ejerce de su vulnerabilidad, de su dominio del lenguaje. El hecho de ponerle sobre la mesa que el lenguaje es arbitrario, que el nombre de las cosas se basa en la ficción: se llaman así como podrían haberse llamado de otra manera, que en distintos idiomas existan diferentes términos para designar las realidades: los inuit por ejemplo tienen multitud de nombres para referirse a la nieve en función de su blancura, mientras que nosotros solamente tenemos uno, pero es normal, porque el lenguaje es el instrumento que tenemos para abarcar la realidad, y la realidad tiene muchas lecturas, es como un libro, está siempre abierta. La traducción te hace consciente de eso, te pone delante de ese espejo, te hace ver que tu raíz es la nada y que al mismo tiempo esa nada es lo que te hace posible ser todo, ser una multiplicidad de personajes, de máscaras”, asegura Barrios cuando planteamos ese proceso de despojamiento durante la entrevista que mantenemos en el acogedor interior de la sede de la editorial mientras unos finísimos hilos de lluvia repiquetean en la ventana y las cosas y los tiempos van adquiriendo nombres.
Cuenta la escritora de “El alfabeto de los pájaros” o “Todo arde”, que la idea surge, como todas las desarrolladas en estos dos últimos y aciagos años, a raíz de la pandemia: “Al desarrollar ese sentimiento de incertidumbre y de indecisión que surgió cuando estábamos todos encerrados en casa, ese momento en el que de repente todo lo conocido se hace desconocido, todas las preguntas que empezaron a surgir (¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Cómo nos relacionamos con el mundo? ¿Y con los demás?), de repente me di cuenta de que esa incertidumbre, esa sensación de transformar lo conocido en desconocido, era lo mismo que me pasaba a mí cada vez que iniciaba una traducción y a su vez, me facilitaba el trampolín perfecto para poder hablar de la vida a partir de ese sentimiento de arbitrariedad, de extrañeza con uno mismo y con el mundo”.
Entre las páginas del libro, transita la complejidad de una profesión apasionante en donde se invisibiliza doblemente la figura de la mujer (algo que ejemplifican voces de autoras como Sara Mesa en “Un amor” o Carlota Gurt en “Sola”) y en donde ese síndrome tan absurdamente contemporáneo de creer estar ejerciendo una profesión que no nos pertenece o recibiendo un reconocimiento excesivo por un trabajo realizado casi por azar adquiere una dimensión crucial para el crecimiento de las sombras personales. “En este sentido, el título revela por un lado, que las personas que traducen son por definición impostoras, porque suplantan la voz del otro, pero también tiene relación con eso de lo que ahora se habla tanto conocido como el síndrome del impostor, que afecta especialmente a las mujeres. Esta sensación patológica de no merecer el éxito, de pensar que has conseguido lo que has conseguido no por tus méritos, tus logros o tu trabajo, sino por pura suerte. Y quería justamente darle la vuelta a esto, reivindicar esa sensación de impostora, sacándola del contexto emocional y mostrando que en realidad el ser impostor o impostora forma parte de nuestra existencia. Que todos somos especialmente maleables y que esa plasticidad es la que permite la imaginación o la empatía”, subraya.
La utilización del genérico femenino a partir de un determinado momento dentro del ensayo, fue otra de las decisiones conscientes que tomó la escritora y ya no exclusivamente por el que hecho de que esté escrito en primera persona desde su prisma como mujer escritora, sino también “porque la obra habla de un oficio como es el de la traducción, en donde la mayoría de las personas que lo ejercen son mujeres y sin embargo la mayor parte de los premios, es decir la cara visible, recae sobre hombres. De manera que, utilizar el genérico femenino lo que hace es reivindicar la presencia de aquellas que permanecen invisibles. Por una parte, utilizarlo, a mí misma me produce extrañeza porque todas estamos acostumbradas a utilizar el masculino pero al mismo tiempo supone retraducirse, convertir en natural lo que es natural: es decir, que se utilice el genérico femenino para hablar de una realidad en la que la mayoría son mujeres y utilizar el genérico masculino para referirse a contextos en los que la mayoría son hombres. Y si el uso del genérico femenino ofende a los lectores hombres, está muy bien. Porque creo que ese shock cuando se ven interpelados como lectoras o traductoras, les hace plantearse por qué si lo masculino engloba a lo femenino, no puede lo femenino englobar a lo masculino sin que ellos se sientan insultados o extrañados”.
Asegura que la concepción tradicionalmente negativa del término impostora, adquiere en el libro un sentido mucho más lúdico, más ligero, más biológico. “Para mí no hay connotación negativa posible a la hora de referirnos a este concepto, todo lo contrario, sentirse impostora me parece el mayor ataque posible al discurso identitario. No hay una identidad. Somos una multiplicidad de máscaras y roles. Yo me puedo sentir impostora ahora mismo por ejemplo, mientras charlo contigo, porque estoy con mi máscara de autora de ensayo y estoy defendiéndola con verdad, que eso creo que es lo fundamental en realidad. Defender cada una de las máscaras que nos vamos alternando, vivirlas con intensidad pero siempre con la consciencia de que no es la única, que después habrá otras”.
Enlazando unas ideas con otras mediante ese método migrante que las palabras utilizan en ocasiones para conectarse, de repente el nombre totémico de Joyce sobrevuela la conversación cuando le preguntamos a Barrios por su traducción más complicada: “”Los muertos” de Joyce era un texto que yo adoraba antes de que me lo encargaran, me gustaba muchísimo el relato, la adaptación de John Huston, me gustaba todo. Me entregué ya enamorada, con una pasión enorme y un deseo de poder transmitir a las personas que fueran a leerlo el mismo entusiasmo que sentí hacia el texto. Eso por una parte hace que el trabajo sea muy adrenalínico pero por otra parte es un gran reto tener a Joyce entre las manos. No quieres ensombrecerlo ni un poquito”, asegura sobre una traducción que terminó convirtiéndose en otro de los motivos fundamentales junto con la pandemia de la escritura de “La impostora”, tal y como ella misma reconoce, por el cuestionamiento que le surgió acerca de “la polifonía de las traducciones sobre un mismo texto. La vida es una traducción, desde que nacemos estamos traduciendo”.