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“Pelléas et Mélisande”: elevada y poética cumbre de la ópera moderna

Guillermo MendoGuillermo Mendo
La Razón
  • Arturo Reverter

    Arturo Reverter

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Obra: «Pelléas et Mélisande», de Debussy. Intérpretes: Mari Eriksmoen, Edward Nelson, Kyle Ketelsen, Jeróme Vernier, Eleonora Deveze, Javier Castañeda, Marina Pardo. Dirección musical: Michel Plasson. Dirección de escena: Willy Decker. Escenografía y vestuario: Wolfgang Gussmann. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Sevilla, 24-III-2022.
Estamos antes una de las obras cumbres de la ópera moderna. Su destilado y refinado lenguaje, su armonía, su secreta formulación, la exquisitez de su tímbrica, los claroscuros en que se envuelve su misterioso desarrollo, la poética atmósfera, nimbada de misterio, de su perfumado devenir son aspectos que la hacen única y que marcan por otra parte el secreto y misterio de su reproducción, necesitada de una acentuación, una coloración muy especiales y que pocos están en disposición de alumbrar.
La marea, fluida y ondulante, en la que se expresan los protagonistas de la ópera debussyana, los meandros por los que se mueve, las esquinas que muestra, la prosodia que le da forma no hace más que servir unos pentagramas en buena medida insólitos capaces de alumbrar y sugerir el recóndito drama de Maeterlinck y alcanzar, como expresaba Mallarmé, la transustanciación de la palabra en música. En apoyo de su teoría, el poeta llegó a estar más interesado por el ritmo musical y la interrelación eufónica de los vocablos que por el significado mismo de ellos, lo cual sumado a su obscuro simbolismo llegó a hacer difícilmente inteligibles muchos de sus escritos.
Hay que atarse los machos por todo ello para afrontar con garantías la interpretación de esta colosal partitura, rica en sugerencias, provista de un clima de nada fácil plasmación. Se los ha atado el Teatro sevillano, que la exhibe por primera vez en su escena y ha recurrido para ello con muy buen acuerdo a una batuta experta, conocedora, de largo recorrido, no la de un maestro sublime, pero sí la de un experto en mil batallas de la música francesa: el ya anciano Michel Plasson (París, 1933), que se las sabe todas en este terreno. Su larga batuta, manejada con elegancia, mesura y dibujo muy plástico, fue suficiente para ahormar los “tempi”, equilibrar los planos, airear los periodos, establecer las pausas y silencios a lo largo de un recorrido presidido por un impecable “legato”.
Los pentagramas de esta obra maestra requieren eso: discreción en la exposición, soltura en el íntimo fraseo, finura en la articulación, control soberano del “tempo”, aspectos que domina el viejo parisino, que no es un especialmente fino destilador de formas y colores, pero sí un inteligente seguidor del papel pautado. Preparó bien el tejido armónico y dejó fluir la música. Fue suficiente. Parece que los ariscos instrumentistas de la ROSS se plegaron a sus indicaciones sin más problemas con un excelente resultado construyendo desde las raíces un manto sonoro que se imbricó muy bien con las voces.
Desde el foso, pues, se levantó el edificio y se contribuyó a que el complejo discurso, con todas sus peculiaridades –y con esa lejana pátina parsifaliana (pese a que Debussy hubiera ya abominado en buena medida de Wagner)-, fuera manando de forma muy natural en completa unión de voces y de orquesta; sin fisuras aparentes. A ello contribuyó un excelente reparto presidido por la gentil Melisánde de la noruega Mari Eriksmoen, soprano lírico-ligera de cristalina sonoridad, de tersa emisión, de rara homogeneidad, de atractiva fragilidad, que supo decir, insinuar, matizar su parte hasta dar una ideal imagen de un personaje ideal (e irreal). A su lado, el barítono lírico americano Edward Nelson, joven, de atractiva coloración, ligeramente engolado en la emisión en “forte” de sus notas altas más comprometidas (Sol, La agudos), pero ideal de momento para una parte escrita en clave de Sol, pero que Debussy quería para un barítono (barítono llamado “Martin”, como Jean Périer, el creador); aunque la discusión de si el papel debe cantarlo un tenor o no todavía continúe. Nelson fue un Pelléas ideal por intensidad y claridad de fraseo, por regulación dinámica, por su poética acentuación.
Estuvo bien que Golaud, previsto para un barítono de carácter, estuviera aquí servido por una voz más oscura de lo habitual, la de un bajo-barítono más bien espeso y de imponentes acentos, la del también norteamericano Kyle Ketelsen, expresivo, reconcentrado, algo apuradillo en la zona superior, en la que mostró alguna que otra tirantez. Pero controla estupendamente la respiración y logró comunicar la continua expresión conturbada del personaje. Otra voz grave, la del bajo Jérôme Vernier, dio vida al sombrío y pétreo (pero cordial y generoso en el fondo) Arkel. El timbre, algo rasposo, no es especialmente noble, pero es contundente y posee notable entidad en la zona abisal. Arriba clarea y se abre en exceso, con peligro para la afinación.
Muy bien Eleonora Deveze como Yniold. Es una soprano ligera muy clara y dispuesta, pero físicamente no da la imagen de un niño: es muy alta. Marina Pardo fue ua Geneviève muy propia, quizá a falta de un toque sombrío más reconocible y con un vibrato en exceso acusado. Pero dio el tipo y el aplomo requeridos al personaje. Muy bien el bajo Javier Castañeda en du doble cometido de Médico y de Pastor. La producción de Willy Decker, ya añeja, de 1999, procede de la Ópera de Hamburgo y muestra algunos de los rasgos que han hecho famoso a este regista: estilización superior, imaginería expresiva, movimiento teatral ajustado, conexión inconsútil entre escena y música… Y, sobre todo, algo esencial en una composición como esta, un toque poético muy elevado, una continua búsqueda de significación y significados, a la postre, en un plano superior y más complejo, de significante. Todo es evanescente, sugerente, elevado, como salido del mundo de los sueños.
La escena, con velos, vaporosidades, manejo magistral de las luces, con sucintos elementos físicos de gran simbolismo –como toda la historia-, con movimientos muy ajustados en un escenario en el que no hay bosque visible, pero que se adivina, con un pozo circular como eje de la acción, y con algún que otro regate a lo indicado en el libreto, ayuda a ir perfilando el personaje misterioso de Mélisande, “una desconocida que siempre está sola y que se marchita el ingresar en el reino de Allemonde”, tal y como la describe el propio Decker. En resumen: una hermosa propuesta que se inscribe en una también hermosa y gratificante noche de ópera. Nuestros parabienes el Teatro de la Maestranza y a su dirección.