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Crítica de clásica

“El ángel de fuego”, tortuoso proceso mental

El Teatro Real acoge la estremecedora ópera de Prokófiev, una de las obras más atractivas y esperadas de la temporada

La soprano lituana Ausrine Stundyte (en el centro) interpreta a Renata en el Teatro Real
La soprano lituana Ausrine Stundyte (en el centro) interpreta a Renata en el Teatro RealJavier del RealJavier del Real

Obra: “El Ángel de fuego”, de Prokófiev. Cantantes: Ausrine Stundyte, Leigh Melrose, Dimitry Golovnin, Agnieszka Rehlis, Mika Kares, Nino Sugurladze, Dmitry Ulyanov, Josep Fadó, Gerardo Bullón, Ernst Alisch, David Lagares, Estíbaliz Martín, Anna Gomá. Director musical: Gustavo Gimeno. Director de escena: Calixto Bieito. Escenógrafa: Rebecca Ringst. Figurinista: Ingo Krügler. Teatro Real, 22-III-2022.

Sin duda una de las grandes novedades y atractivos de la temporada. La firmeza de su escritura, el fantasioso manejo de las voces, la soberana arquitectura teatral y la fabulosa orquestación son algunas de las bazas de la composición. No hay duda de que para dar forma a este intrincado panorama se necesita una batuta conocedora y segura, flexible para alumbrar los numerosos claroscuros que alimentan la historia. Gustavo Gimeno supo gobernar todo con sapiencia, medición de los tiempos, aplicación de contrastes estratégicos, dominio y administración de dinámicas y control de pasajes repetitivos y obsesivos. Hubo temperatura, proyección inmisericorde y reforzamiento de las, en ocasiones, agresivas disonancias como las que basan de forma estridente la parte final de tercer acto, hasta el punto de dejarnos casi sin respiración.

La orquesta Sinfónica ayudó sin desmayo a que lo musical transcurriera aparentemente sin fallos. De capital importancia fue la actuación de Ausrine Stundyte, una soprano “spinto” de timbre penetrante, de emisión canónica, que sabe gritar de manera muy musical sin perder esmalte ni cuadratura, que, a impulsos de la dirección escénica, se mueve todo el tiempo de forma desasosegante. Voz homogénea, extensa, preparada para los quiebros, los ataques que pide su extenuante cometido. Su monólogo del primer acto, tan variado, contrastado, expresivo y expresionista -como otros muchos pasajes- fue deletreado, podríamos decir, ejemplarmente.

A su lado, el barítono Leigh Melrose, un lírico de metal bruñido, de buena zona grave y fácil agudo (aunque este clarea más de la cuenta), marcó todas las alternativas expresivas de Ruprecht. Dmitry Golovnin (Agrippa, Mefistófeles), tenor lírico claro, algo estridente, fue pujante y sinuoso. El bajo Mika Kares rsultó, sin embargo, un Inquisidor más bien mortecino e inseguro. Josep Fadó, tenor lírico, dio vida al nervioso y conturbado personaje, lleno de tics en esta producción, de Jacob Glock y vistió asimismo al Doctor. El anciano Ernst Alisch mantuvo el tipo en su doble y silencioso cometido de Heinrich y padre. Muy bien las mezzos Agnieszka Rehlis como vidente y Madre superiora y Nino Sugurladze como posadera. Rotundo, oscuro, sólido, como siempre, Dmitry Ulyanov en la parte de Fausto. Y al nivel exigido Gerardo Bullón, siempre en partes inferiores a su categoría de buen barítono, fue Mathias y posadero. Y más que cumplidores el bajo David Lagares (camarero) y las gentiles sopranos lírico-ligeras Estíbaliz Martyn y Anna Gomá (novicias).

Con buen acuerdo, Bieito huye de lo esotérico, de lo mágico, de lo teosófico, algo que ya había hecho el propio Prokofiev, que no atendió a todos los reclamos que en ese terreno pedía la novela de Valeri Briúsov, que es la base literaria de la ópera (cuyo proceso de creación es seguido con pelos y señales por Luis Gago en el programa de mano). La acción se sitúa no en el siglo XVI, sino en los años sesenta del XX y se desarrolla sobre una compleja estructura móvil de metal y de madera, que alberga multitud de mínimas estancias, quizá las casillas del cerebro de la protagonista, en cuya mente se desarrolla la historia, que por ello acoge y recoge recuerdos y vivencias de la niñez (que es cuando la figura fantástica se le aparece y que aquí no cobra presencia), con la bicicleta en primer plano.

Un tortuoso viaje cuyo recorrido, sin separación visible entre los cinco actos y siete escenas, se presenta difícil de entender y cuya dimensión espiritual, quiérase o no, tiene una gran importancia. La escena final, la del exorcismo, carece de dimensión y no sobrecoge por la manera prosaica de resolverse. No hay monjas, naturalmente, no hay elevación y, pese a la música y a la histeria general, lo siniestro de la conclusión no acaba de alcanzarse por completo.