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Cine

Tom Cruise en el Festival de Cannes: quien no corre, vuela

El estreno de “Top Gun: Maverick” que tan buenas críticas ha cosechado sirvió para que el actor de “El color del dinero” y “Magnolia” recibiera la Palma de Honor del Festival de Cannes

Tom Cruise, el último gran héroe, llegó volando a Cannes con su sonrisa nevada y su piel tostada dispuesto a quedar bien ante la prensa. El festival decidió organizarse a su alrededor, como si la Vía Láctea lo reconociera como un nuevo Sol, y los planetas se alinearon para que su ‘masterclass’ se llenara hasta la bandera, y “Top Gun: Maverick”, blockbuster de larga gestación y combustión espontánea, aterrizara con mucho ruido y pocas nueces en La Croisette. No hay para tanto, al menos si tomamos como modelo las ditirámbicas críticas americanas: retomando el “Top Gun” de Tony Scott, elegía de la masculinidad patriótica de la era Reagan, la película de Joseph Kosinski se despolitiza, retoma el machirulismo y los crepúsculos que tanto gustan al productor Jerry Bruckheimer, supera la velocidad del sonido en las extraordinarias escenas de las misiones aéreas, y convierte a Tom Cruise en instructor de las nuevas generaciones. Él, un héroe tan solar, siempre tan a la carrera, cambia de medio: quien no corre, vuela.

Lo más interesante de “Top Gun: Maverick” es el modo en que refleja cómo se ha transformado la relación entre Tom Cruise y la figura paterna durante su carrera. Es fascinante que todo el hermetismo que rodea la trayectoria del actor se derrita cuando analizamos sus personajes cronológicamente, como si Cruise, dictador del control, hubiera decidido escribir su autobiografía a través de su cine. En “El color del dinero” era el hijo díscolo, el discípulo de un Paul Newman que le pasaba el testigo como icono de un Hollywood que necesitaba una transfusión de sangre. En “Magnolia” había la confrontación directa con ese padre ausente que amaba y odiaba hasta el lecho de muerte. En “La guerra de los mundos” era el mal padre que volvía a ganarse un puesto en la unidad familiar a cambio de ver cómo el planeta se derrumbaba ante sus ojos. Y aquí, lógicamente, ocupa el puesto de Paul Newman: casi a punto de cumplir los sesenta, él es el maestro, el padre adoptivo del joven díscolo. El círculo se cierra, bien podría ser su última película, aunque, lo ha dicho bien claro, no tiene intención de retirarse.

Uno de los ejes vertebrales de la multitudinaria entrevista -que no rueda de prensa: no hubo preguntas del público sino un conductor sin ánimo de ofenderle- fue, precisamente, la idea de transmisión. Cruise admitió que su gran escuela, desde su segundo filme, “TAPS. Más allá del honor”, han sido los platós. “Soy un autodidacta. Me metía en todos los departamentos y lo preguntaba todo. Tengo una curiosidad natural por el mundo, y solo así entiendo el cine, como un trabajo en equipo”. Sus lemas: “Nunca dar nada por sentado”. Otro: “La preparación lo es todo, pero no quiero que el público perciba lo que hay detrás”. Otro más: “Lo recuerdo todo”. En “Top Gun: Maverick”, este actor-esponja, siempre consciente de su iconicidad, deja en herencia su carisma a una tropa de actores, encabezada por Miles Teller, que no le llega ni a la suela del zapato. Digamos que su interés por la transmisión es teórico: en la pantalla, es él quien pilota, quien se sacrifica, quien monopoliza el encuadre. Es lógico: viendo la encendida, fanática reacción de los asistentes a su entrada al escenario de la sala Debussy, es obvio que es la última estrella del Hollywood post-clásico.

Una estrella, eso sí, que se pone en peligro. Confesó que, desde que tenía cuatro años, cuando se cayó de un tejado para recoger a un paracaidista de juguete que se había quedado colgado en un árbol, ama la aventura. No hay helicóptero, desfiladero o rascacielos que se le resista. ¿Por qué se arriesga? “Sería como preguntarle a Gene Kelly: ¿por qué baila?” Citó entonces a Buster Keaton y a Harold Lloyd, a dioses de la velocidad que nunca necesitaron dobles ni especialistas para ponerse al límite. “Son experiencias únicas que comparto con el público. Sobre todo después de “Misión imposible”, con la que debuté como productor, preferí aprender a hacerlo todo por mí mismo. Supongo que tiene que ver con no decepcionar al espectador”. Esa fisicidad de sus personajes, siempre en perpetuo movimiento, lo emparenta con las estrellas del cine clásico de aventuras, desde Douglas Fairbanks hasta Errol Flynn, a las que ha incorporado en ocasiones un tono crepuscular, hasta siniestro, que habla más de la opacidad de su vida personal que de su amor por el riesgo.

Es ese amor por el riesgo, que incluye una fuga hacia la estratosfera y más allá y un ataque aéreo contra una planta refinadora de uranio de nacionalidad desconocida que emula, en clave hiperrealista, el vuelo de los cazas intergalácticos contra la Estrella de la Muerte de la saga “Star Wars”, el principal aliciente de “Top Gun: Maverick”. Un aliciente que solo puede disfrutarse, a todo tren, en pantalla grande. Cruise es el último mohicano de las salas de cine. Él fue el protagonista de un corto que animaba al público a ver “Tenet” después de la primera ola pandémica. No ha sucumbido ni a la publicidad ni a la televisión ni a las plataformas de streaming. “Si lo que hago tiene sentido es para ver una sala tan llena como en la que estamos. El cine es una experiencia compartida, de comunidad”, explicó. “Entiendo todos los aspectos del negocio, pero yo hago películas para la gran pantalla. Hay que mirar a largo plazo, no solo quedarse en el primer fin de semana”. Con los efectos devastadores del COVID en la taquilla, ¿recibió presiones para estrenar “Top Gun: Maverick” en plataformas? Y lo repitió tres veces, en el marco de un festival que aún prohíbe la entrada a Netflix en la sección oficial: “Eso nunca iba a suceder”.

De izquierda a derecha, Odin Lund Biron, Kirill Serebrennikov y Filipp Avdeyev - EFE/EPA/SEBASTIEN NOGIER
De izquierda a derecha, Odin Lund Biron, Kirill Serebrennikov y Filipp Avdeyev - EFE/EPA/SEBASTIEN NOGIERSEBASTIEN NOGIERAgencia EFE

Contra el patriarcado ruso

La presencia del disidente ruso Kirill Serebrennikov a competición ha sido motivo de polémica desde que se anunció la sección oficial. El director artístico, Thierry Frémaux, afirmó que entendía la petición de boicot total -solicitada, puntualizó, “no por las autoridades ucranianas sino por los ultras”- aunque, claro, para él Serebrennikov es una excepción. Fue un paria para el régimen de Putin, ahora vive exiliado en Berlín, está autorizado como voz de la resistencia y está preparando una adaptación de “Limonov”, el excelente libro de Emmanuel Carrère, con Ben Whishaw como protagonista. El problema es que la película que nos ocupa, “La mujer de Tchaikovski”, está parcialmente financiada por un famoso oligarca ruso, Roman Abramovic, expresidente del Chelsea, amigo de Putin y ahora afectado por el embargo europeo.
El cine de Sebrennikov (“Leto”, “Petrov’s Flu”) está especialmente interesado en todas las formas de opresión. Su película, no obstante, no se mete explícitamente en política, o lo hace desde la crítica al patriarcado que, en Rusia, a finales del siglo XIX, impedía que una mujer pidiera el divorcio o tuviera pasaporte propio. Cuando Alexandra se enamora locamente del famoso compositor ruso (los aspectos más controvertidos de cuya vida fueron eliminados por la ideología soviética), no sabe que está vulnerando la ley del más fuerte, y ese amor, que tiene algo de obsesión neurótica y que acaba convirtiéndose en su cadalso social, la conducirá, en su testarudez por reivindicarse como esposa de un hombre que tiene otras inclinaciones sexuales (de dominio público), a la exclusión y la condena moral. Serebrennikov evita los excesos del Ken Russell de “La pasión de vivir” para apropiarse de un clasicismo elegante, de un romanticismo exacerbado, que evoca al Truffaut de época de películas como “Diario de Adèle H” o “Las dos inglesas y el amor”, con el fin de contar el descenso a los infiernos de una mujer que se obstina en amar a la persona equivocada, y al final es acorralada por la misoginia de una sociedad que no entiende la pasión, y menos cuando es síntoma de disidencia y locura.
Otra pasión centra “Las ocho montañas”, de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch. La pasión de una amistad masculina que nace en la preadolescencia y se prolonga hasta la madurez, en el marco de una Naturaleza que se resiste a ser abstracción para transformarse en un espacio que se sustantiva -nieve, árboles, cimas, animales- y se revela como refugio para que cada identidad encuentre su lugar en el mundo. Si no fuera por una molesta voz en off, que revela el origen literario del filme sin aportarle nada de interés, y un abusivo uso de la música, “Las ocho montañas” sería una conmovedora radiografía de cómo dos hombres, víctimas de sus herencias y sus silencios, se entienden y se apoyan sin pedir nada a cambio, con una generosidad que traspasa la pantalla.