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Florence Welch: “La gente cree que siempre estoy llorando y vestida de novia, ¿quién soy yo para negar esa imagen?”

“Dance Fever” es el quinto álbum de estudio de Florence and the Machine, inspirado temáticamente en la coreomanía que invadió Europa a mediados del siglo XV
La Razón

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Corría triste y gris marzo de 2020 cuando se encerró en su estudio londinense para empezar a componer. Venía de sufrir una serie de episodios de ansiedad que la habían alejado temporalmente de los escenarios, además de lidiar con los últimos coletazos de unos desórdenes alimenticios sobre los que siempre ha hablado sin ambages. Cuando estaba apenas rematando la primera canción del que sería su quinto álbum de estudio, Florence Welch (Londres, 1986), tuvo que abandonarlo todo y volver a casa. Había comenzado el confinamiento de la pandemia. Aquel encierro, que recuerda como «especialmente aterrador» desde la suite del hotel desde el que atiende a la prensa, sirvió a la cara visible de Florence and The Machine para reflexionar sobre «el valor de las experiencias colectivas» y también sobre su propia evolución personal, en la cima de su expresión artística y convertida en el máximo exponente contemporáneo de eso que llamamos «Art Rock».
Un virus coreográfico
«Tuvo que ser a finales de 2019. Un amigo me habló de esta especie de histeria colectiva que se dio en Europa a partir del siglo XV, en la que la gente bailaba hasta la muerte. Y ahí fue cuando me obsesioné por el fenómeno particular en Estrasburgo, donde solo parecía afectar a las mujeres. Investigué a fondo, llamé a todo tipo de expertos, virólogos, y me di cuenta de que la explicación siempre partía de alguna teoría. Pudo ser una intoxicación o incluso un virus, coreográfico, pero quizá la que más me convenció fue la del estrés colectivo. Más inmersa en esos tiempos tan difíciles para todos», explica Welch sobre el origen temático de «Dance Fever», su nuevo disco y una especie de vuelta a las raíces del grupo, de sonido más indie, tras dejarse llevar por el folk, el pop e incluso lo dance en sus últimos trabajos. Y sigue: «Empaticé mucho con esa sensación de no poder dejar de moverse, de no poder parar, tras tanto tiempo de festival en festival, de concierto en concierto. ¿De quién estoy huyendo? A veces me sentía inmersa en una especie de escapada mortal, en la que tenía que seguir y seguir», añade, matizando que en el disco final hay menos espíritu de plaga que en la primera maqueta.
A través de 14 canciones, una de ellas una versión de su venerado Iggy Pop y un buen número de ellas participadas por el omnipresente productor Jack Antonoff (Taylor Swift, Lorde, Lana del Rey), Welch y «La Máquina», ese ente de músicos que la rodea y capitanea Isabella Summers, construyen su propio universo exploratorio, en el que hay espacio para el rock más brusco de «Daffodil», los arreglos discotequeros de «My Love», los ecos sintetizadores de la espectacular «Free» y una especie de capricho à-la-Phil Collins en «King», el que fue primer single del álbum hace unos meses y en el que canta que no es madre, ni esposa, que ella es rey: «Nunca había escrito tanta poesía como hasta justo antes de ponerme a componer para este disco, por lo que me parecía interesante esa manera de escribir. La de no estar pensando en la estructura musical de la letra, sino en lo afilada, en lo clara y en lo directa que quería ser. Y así es como di con letras muy profundas, y con otras más raras, como cuando cuento que nos echaron de una tienda por estar demasiado borrachos», confiesa antes de dar contexto a la anécdota: «Creo que ni siquiera nos había fichado ningún sello todavía. Teníamos unas pruebas de vestuario justo después de tocar para el sindicato de estudiantes de Cambridge y bueno... no dormimos en toda la noche».
Más allá de las locuras de juventud de una Welch que, pese a solo tener 35 años ya es percibida como toda una veterana, se hace obligatorio ahondar en sus letras, mucho más agresivas que en otro trabajos: «Entiendo este trabajo de escritura como un combate de lucha libre contra mí misma. Quizá el último disco hablaba de algo más angelical, y no creo que escribir música sea un proceso angelical. Hay algo demoníaco en ello», se sincera antes de hablar sobre los pasajes hablados, casi recitados en sermón a los que nos invita «Dance Fever»: «Me gusta relacionarlo con la idea del anti-canto. Tiene que ver con la poesía, que es como anti-cantar».
El amor gótico
De vuelta también en lo más céltico y galaico de su aspecto visual, otra vez imbuida por la naturaleza como una deidad gótica, Welch tiene ganas de volver a la carretera: «Quiero volver a una visión de amor gótico, a algo bonito, en el sentido de fantasía a la que la gente pueda escaparse. Ofrecer, en los conciertos en directo, un espacio colectivo de superación del duelo, en cierto modo. Necesitaba crear un mundo entero para el nuevo disco», completa la artista, que añade que todo el «look» de su nuevo trabajo pasa por «ese aire trágico que a veces tiñe la segunda mitad de los treinta, sobre todo si no has formado una familia o has seguido el camino más tradicional».
«Creo que mucha gente tiene la percepción de que, cuando estoy en casa, me paso los días llorando con un vestido de boda puesto. Y bueno, ¿quién soy yo para negar esa imagen? El equipo de publicidad no paraba de pedirme que hiciera Tik-Toks, así que les dije que solo lo haría si me dejaban fingir que bebía sangre. Siempre quiero ir un paso más allá», bromea Welch sobre el aspecto visual del nuevo «tour» mundial, que llevará a la banda primero a América, luego a Europa (tocará el próximo 9 de julio en Madrid, en el marco del MadCool) y en último lugar a Oceanía. O, lo que es lo mismo, un baile de San Vito particular con una impresionante media de un concierto cada tres días hasta final de año. ¿Está preparada Welch? ¿Están preparados Florence + The Machine? «Lo estamos. Y fue algo de lo que me di cuenta antes de la pandemia. Es donde realmente soy buena, sobre el escenario».

Cuando Europa no podía dejar de bailar

Aunque el verano que antojan ya las temperaturas invite a lo cómico, lo cierto es que la «coreomanía» que comenzó en el siglo XV en Europa es uno de los fenómenos médicos que más misterios suscita entre científicos e historiadores. A pesar de que hubo casos registrados desde el siglo VIII, no fue hasta 1518 en Estrasburgo cuando la enfermedad tomó relevancia popular. El brote de aquel año, en el que se sucedieron bailes hasta la muerte en hasta siete tandas, bien podría explicarse a través de un envenenamiento por Cornezuelo, pero se hace insuficiente por la masa del brote, que llegó a congregar hasta a 400 personas. Explicaciones modernas se inclinan por la encefalitis, pero nadie sabe a ciencia cierta por qué Europa no podía dejar de bailar.