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Damien Hirst, ¿arte o negocio?

Se apunta a la moda del criptoarte y reta a los coleccionistas: o comprar uno de sus cuadros o su versión NFT. Si opta por lo físico destruirá lo digital y viceversa. ¿Provocación, genialidad o publicidad?
Francois MoriAP
La Razón

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El arte no se destruye; se transforma en dinero. Esto es lo que ha debido pensar –y, de hecho, piensa– el artista británico Damien Hirst, quien, durante los próximos meses de septiembre y octubre, destruirá, en la Newport Street Gallery de Londres, miles de pinturas creadas por él. La nueva ocurrencia del «enfant terrible» del Young British Art lleva por título «The Currency» («La moneda») e intenta sacar partido del ya cansino «boom» del criptoarte. En 2016, Hirst realizó 10.000 pinturas al óleo sobre papel que, en 2021, vinculó a sus correspondientes NFT. Cada uno de los NFT fue puesto a la venta por un precio de 2.000 dólares. En el momento de su adquisición, al comprador se le proponía conservar la pieza de criptoarte o cambiarla por el trabajo físico. En caso de que optara por el NFT, la pintura física sería expuesta y, posteriormente, quemada. Esta es la disyuntiva a la que ha de enfrentarse cualquier comprador: optar por una de las dos naturalezas de cada obra –la inmaterial o la material–. Porque, como dictan las reglas de juego de «The Currency», el trabajo artístico solo puede perdurar a través de una de ellas. Y, según los últimos datos disponibles, 4.137 personas habrían decidido permutar su NFT por la obra física, mientras que 5.863 compradores optaron por conservar la versión encriptada. Por lo tanto, desde la inauguración de «The Currency» –el 9 de septiembre– hasta su clausura –durante la semana de octubre en que se celebra la feria Frieze–, casi 6.000 pinturas serán destruidas en un gesto que desafía la lógica tradicional del mercado del arte.
Efectivamente, la sociedad actual se comporta con respecto al arte con un especial celo conservacionista. Cada trabajo artístico que se pierde es, de hecho, asumido como un fracaso colectivo. El mismo Hirst se granjeó su fama de artista polémico y mediático mediante una serie como «Historia Natural», en la que diversos animales se conservaban intactos en tanques llenos de formaldehido. De repente, este deseo de eternidad, de evitar la corrupción de los cuerpos, se torna en una pulsión destructiva que acabará con miles de sus creaciones. ¿Qué se esconde detrás de este giro copernicano? ¿Acaso se trata de convertir la desaparición del arte en la forma más sublime de creación o, por el contrario, asistimos tan solo a una estrategia de marketing avanzado como cuando una pieza de Banksy fue triturada nada más ser subastada?
El propio título de este proyecto –«The Currency»– obedece –como explica el propio Hirst– a su convencimiento de que el arte es una «moneda de cambio». Como es sabido, el imperio económico que Hirst construyó durante las décadas de 1990 y 2000 se vino estrepitosamente abajo como consecuencia de la bajada vertiginosa de la cotización de sus obras y de una espiral de gastos inasumible por cualquier mortal. Sus trabajos han perdido ese aura rebelde e iconoclasta que otrora los caracterizara para convertirse en previsibles obras de encargo, más propias de una actitud adocenada que rebelde. No en vano, un estudio realizado por Heni Analytics sobre el éxito de mercado de «The Currency» ha demostrado cómo, en el mercado secundario –es decir, aquel generado por la reventa de las piezas–, los NFT de Hirst se han ido devaluando en paralelo al desplome del criptoarte.

El precedente Banksy

Damien Hirst está obligado a reinventarse y a recuperar esa imagen de disidente e indomable que lo lanzó al estrellato durante la última década del siglo XX. ¿Quemar 5.000 de sus pinturas resultará un gesto lo suficiente transgresor como para devolverle el misticismo perdido? No lo sabemos, pero, desde luego, destruir arte no es, a estas alturas, nada nuevo ni original. Detrás de cualquier estrategia de comunicación artística hiperbólica y de impacto global, allí esta Banksy –el mayor paradigma de ese constructo contradictorio y delirante que es «neocapitalismo antisistémico»–. Y, poco antes de que Damien Hirst decidiera vincular la creación de un NFT con la destrucción de la obra física, el anónimo y ubicuo artista se vio envuelto –¿directa o indirectamente?– en un episodio muy parecido. La empresa Injective Protocol adquirió, por 95.000 dólares, una serigrafía de Banksy de su serie «Idiotas» a la neoyorquina Tagliatella Gallery.
Posteriormente, varios miembros del proyecto la quemaron en una ceremonia/performance transmitida vía Twitter desde el perfil @BurntBanksy. Antes de que la serigrafía fuese destruida, Injective Protocol la había convertido en un NFT que fue vendido en un precio cercano a los 400.000 dólares. La imagen encriptada multiplicó por cuatro su valor, toda vez que había desaparecido cualquier rastro material de ella. El mercado del arte volvía a ser sacudido por una situación inesperada: la destrucción de una pieza aumentaba su valor.
El duelo por la pérdida de una creación artística dejaba paso a una «trascendencia digital», inmaterial, en la que las ansias especuladoras veían cumplidas todas sus expectativas. Un NFT adquiere tanto más valor cuando el arte se ha deshecho de su vida material, y vive en un plano enteramente intangible. La superioridad del alma sobre el cuerpo –razón de ser del cristianismo y de gran parte de la filosofía occidental– experimentaba, de repente, una puesta al día inesperada a través de la tecnología blockchain.
Tampoco Injective Protocol –o el mismo Banksy, si es que se encontraba detrás de la quema de su serigrafía– inventó nada. La destrucción de obras artísticas ha estado ligada a las prácticas artísticas contemporáneas durante las últimas seis décadas. En 1959, el artista alemán Gustav Metzger publicó su «Manifiesto del arte autodestructivo», al cual le siguieron demostraciones públicas en las que destruía piezas propias. Corría el año 1963 cuando la creadora argentina Marta Minujín –Premio Velázquez– realizó un happening titulado «La destrucción», en el que invitó a varios artistas amigos a que arrojaran sus obras al fuego para ser reducidas a cenizas. Dejando aparte los eventos Fluxus –en los que se destruían instrumentos musicales, pero no trabajos de propia creación–, el ejemplo máximo de la destrucción de arte y de otro tipo de pertenencias es el del también británico –y compañero de generación de Hirst– Michael Landy, y su instalación performativa «Break Down» (2001).
En una crítica extrema y sin precedentes de la sociedad de consumo, Landy alquiló un bajo próximo a Oxford Street –la principal arteria comercial de Londres– y, ante 45.000 visitantes atónitos, destruyó, durante dos semanas, los 7.227 objetos que conformaban sus pertenencias. Este catálogo de posesiones fue clasificado en diez categorías: muebles, ropa, electrodomésticos, obras de arte… Entre las piezas que conformaban su colección, había trabajos de Tracey Emin y –oh sorpresa– de Damien Hirst. ¿Pudo tomar el autor de «Por el amor de Dios» la idea de destruir cerca de 5.000 de sus pinturas de este acto sacrificial de Michael Landy? Es evidente que el apego de Hirst por lo material –y, más concretamente, por el dinero– es lo suficiente grande como para no realizar ningún gesto por un exclusivo «amor al arte». Pero lo interesante de la performance de Michael Landy es que, después de triturar la totalidad de sus pertenencias –hasta generar seis toneladas de basura granulada– y de quedarse literalmente sin nada, la cotización de su obra se elevó y su prestigio se multiplicó. Destruirlo todo constituía un hecho tan subversivo que el mundo del arte cayó rendido ante él. Al mismo tiempo que Landy liquidaba su pasado, construía un futuro más próspero.
Destruir arte constituye, por tanto, un acto muy alejado del nihilismo. En una sociedad como la contemporánea, plagada de objetos y en la que sorprender visualmente se ha convertido en una empresa casi imposible, pocas alternativas le quedan al arte. Y una de estas alternativas es destruir, deshacer, quemar, triturar. La materia es burda; deshagámonos de ella y perduremos a través de las almas –en el inmarcesible universo de los NFT–. No hay mayor negocio que el de destruir arte. Como ya advirtió Courbet, la mejor manera de que se revalorice una obra es transgrediendo los límites impuestos por la sociedad. Y, en estos momentos de su trayectoria profesional, quemar miles de sus pinturas es la solución desesperada de un Damien Hirst que ya no sabe cómo resultar polémico e irrespetuoso.