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Provocación artística
Bruce LaBruce: el porno es político
Se publica en España la colección de diarios del artista en la que vomita sus artículos más viscerales, incendiarios e ingeniosos sobre la pornografía

Escritor. Cineasta y fotógrafo, Bruce LaBruce (Southampton, Ontario, 1964) es uno de los pocos representantes genuinos de la contracultura contemporánea. Insobornable ante los cantos de sirena del «mainstream», toda su vida y su obra constituyen un abrasador acto de disidencia que colisiona frontalmente contra la corrección política que pudre las raíces del arte actual. Entre las muchas particularidades de LaBruce, se encuentra su capacidad para arropar su obra entre un arsenal de escritos y reflexiones que lo significan como mucho más que un simple provocador: un auténtico teórico del desacato, un conocedor exhaustivo de la cultura contemporánea que le permite abrirse un hueco entre el pensamiento más explosivo y sugerente del periodo contemporáneo. La editorial Cántico acaba de publicar, en este sentido, un texto destinado a convertirse en clásico: «Diarios porno. Cómo triunfar en el hardcore sin ni siquiera proponérselo».
Por medio de une escritura pulsional, ágil, en la que el rigor histórico y teórico se mezclan con un irreprimible tono canalla, LaBruce nos introduce en el universo de su filmografía porno a través de dos tipos de textos que se complementan perfectamente entre sí: de un lado, los adscribibles al diario vivencial clásico, en los que relata las jornadas de filmación de sus más célebres títulos de «porno punk gay»; y, de otro, los que coadyuvan a construir un armazón teórico desde el que comprender su filmografía.
Peripecias de rodaje
En el primer caso, nos encontramos con un LaBruce ávido de anotar las múltiples peripecias que salpican sus rodajes. En rigor, estas páginas de anotaciones diarias pretenden reflejar el ambiente de escasez económica y excesos emocionales en el que se gestaba cada una de sus películas. En una entrada del 22 de agosto de 1998, durante el rodaje de «Skin Gang», el autor define elocuentemente estas condiciones de trabajo mediante una de esas frases geniales tan privativas de su producción escritural: «La preproducción de una película de Bruce LaBruce es como los preliminares en un burdel: escasa y fugaz». Su manera de describir los rodajes alcanza, por momentos, una lucidez metonímica de difícil parangón. A propósito del rodaje de «Hustler White» (1996), y sobre las dificultades de un actor, Zoltan, para «mearse encima», escribe: «Media hora y tres cervezas después, Zoltan lo consigue en la segunda toma y de qué manera: una verdadera catarata del Niágara, que me pone. Igual que cuando oigo a un tío mear con fuerza en el urinario de al lado: el chorro de pis sonando fuerte me pone».
Dejando aparte estas pequeñas joyas literarias, la aportación más interesante de «Diarios porno...» es, sin duda alguna, aquellos textos que, al principio y al final del libro, hilvanan la estructura teórica que ha guiado toda la obra artística de LaBruce. No es casual que, en el primer capítulo, se reproduzca uno de sus artículos intelectualmente más deslumbrantes: «Notas sobre lo camp y lo anticamp». A partir de una clasificación del camp en múltiples e ingeniosas categorías, LaBruce introduce una de sus líneas fuertes de pensamiento: la transformación de un código cultural gay disidente en un producto de consumo capitalista.
Una de las principales habilidades de LaBruce como teórico cultural es su brillantez para transparentar los procesos de «normalización heteronormativa» de las trincheras culturales gays. En el caso del camp, el autor localiza su principal problema en el hecho de que la mayor parte de este conglomerado estético entra en la categoría de lo que él denomina «camp heterosexual malo». Y la razón de ello es que «los iconos modernos del camp gay son decididamente heterosexuales» –véanse ejemplos conspicuos como Rihanna, Beyoncé, gran parte de los «reality shows»–. Para LaBruce, el problema mollar es el creciente “conservadurismo gay” -una actitud cada vez más extendida entre el universo homosexual, y que busca su aceptación y asimilación por parte de la «cultura mainstream»–. El proceso de «normalización» de la cultura gay ha derivado –como se sugiere en estas páginas– en una perversión de los principios de disidencia política que guiaron el nacimiento de los lenguajes propios de los movimientos contrahegemónicos. De ahí que, en opinión de LaBruce, resulte urgente articular una radicalización del camp, con el fin «convertirlo de nuevo en una herramienta de subversión y revolución». De cara a ello, LaBruce identifica el porno como un género en el que redotar a la sexualidad gay con todo ese potencial político ahora reificado.
El pornógrafo ético
La aproximación de Bruce LaBruce al territorio del porno no se produce desde la incondicionalidad, sino, antes bien, desde un cierto sentimiento de sospecha y cautela. En su «Conferencia porno», reconoce su escepticismo y reservas: «Muchas personas que han sufrido abusos sexuales acaban dedicándose a la pornografía. En el mundo del porno hay mucha gente que explota a otras personas de forma verdaderamente horrible». Desde este prisma, no cabe duda que el «porno experimental y vanguardista» cultivado por LaBruce se establece como un proyecto antinormativo, que se alimenta de las fuentes de la teoría del «porno queer» –fundamentalmente de Judith Butler y de Paul B. Preciado–. En su crítica al porno industrial, LaBruce se alinea con la crítica a la heteronormatividad de la «male gaze» y, por medio de ella, con la deconstrucción del binarismo de los cuerpos hipersexualizados blancos y jóvenes. El «porno queer» propone una mirada antinormativa, antijerárquica y no productiva del sexo.
En su «Manifiesto contrasexual», Paul B. Preciado habla del porno como una «tecnología de producción de subjetividades» desde la que acometer un «hackeo del cuerpo» que permita nuevas formas de goce, identidad y relación. Esta idea de «hackear el cuerpo» para liberarlo sexualmente conecta estrechamente con la idea –sostenida por LaBruce– de que el capitalismo reprime la liberación de la energía sexual. En sus propias palabras: «El capitalismo avanzado dedica gran parte de su energía a distraer a las personas de sus propias necesidades sexuales y sociales, tanto sobrecargándolas de trabajo y ocupaciones sin sentido y exigiéndoles una productividad excesiva e innecesaria». Por este motivo -defiende LaBruce- el dinamismo sexual y la perversión «ayudan a liberar a las personas de las restricciones de la cultura dominante de este “exceso de represión” y les permiten conectar con su esencia y sus deseos más íntimos». El sexo conduce a la perversión, y esta a su vez funciona como un acto político. LaBruce cita a Godard para convenir que «el culo también es político» –una aseveración que irremediablemente recuerda a aquella otra de la gran artista feminista, Carolee Schneemann, cuando sentenció: «Mi alma es mi vagina»–.
En la medida en que le permite manifestar los deseos más íntimos, el porno es para LaBruce una «declaración contundente de ser gay sin complejos». Su cine –en clara vinculación con el posporno– se define como un ejercicio de activismo que se apropia de las herramientas del «porno mainstream» para desactivarlas desde dentro. Que LaBruce se defina a sí mismo como un «pornógrafo ético» no es casual. Es más, en una de sus declaraciones más ambiciosas, el autor canadiense reconoce su pretensión de intentar estimular «el intelecto y la sexualidad al mismo tiempo». Pese a ser uno de los géneros más presionados y codificados por la cultura heteronormativa, LaBruce encuentra en el porno uno de los últimos espacios desde los que poder practicar la transgresión más genuina e irreductible. El sentido de «comunidad contracultural» que encuentra en la pornografía le lleva a afirmar, provocadoramente, que «me siento más afín a las prostitutas y a los pornógrafos que a los directores de Hollywood o a los galeristas». La publicación de «Diarios porno» constituye, en definitiva, una oportunidad magnífica para adentrarnos en el «porno reflexivo» de LaBruce y, por ello, para comprender la ingeniería teórica que se halla detrás de uno de los últimos mohicanos de la contracultura contemporánea.
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