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Arte, Cultura y Espectáculos

Canción triste de la sala Trevi

El 28 de febrero cerrará este mítico cine italiano ubicado a escasos pasos de la icónica Fontana y que comparte espacio con las ruinas de una domus romana del siglo IV.

La sala Trevi comparte espacio con las ruinas del acueducto del Acqua Vergine. Al fondo, la pantalla de cine donde se proyecta «La dolce vita»
La sala Trevi comparte espacio con las ruinas del acueducto del Acqua Vergine. Al fondo, la pantalla de cine donde se proyecta «La dolce vita»larazon

El 28 de febrero cerrará este mítico cine italiano ubicado a escasos pasos de la icónica Fontana y que comparte espacio con las ruinas de una domus romana del siglo IV.

Un cargamento de turistas, recién desembarcados en crucero, se turnan en el rito de las moneditas. Dicen que quien lanza una a la Fontana de Trevi volverá a Roma; con dos, se enamorará; y a la tercera, contraerá matrimonio. Toda una lección de cultura general instantánea, suficiente para la foto, antes de ser empaquetado con el resto del grupo. Pero si a alguien se le ocurre tomar un poco de distancia, se encontrará a unos pasos, subiendo por la Via de San Vincenzo, un cartel mugriento en el que se lee: «Área arqueológica de la ciudad del agua». Solo hace falta un poco de curiosidad para llegar hasta aquí. El problema es que el turista suele seguir fascinado por los tritones o ha sido reclamado por el guía. Mientras que al oriundo de turno pasar por delante de la Fontana, a estas alturas, le produce el mismo efecto que caminar por una calle de tiendas, esquivando al personal.

Quienes consigan vencer las resistencias se toparán con la entrada de un cine. La Sala Trevi, reza el cartel, de aire noventero. Menuda decepción para quien buscaba los restos de la Roma Imperial... Aunque con un poco más de empeño, se consigue. Solo hay que bajar una escalera, adentrarse en los subterráneos y contemplar lo que queda de una domus del siglo IV y del acueducto del Acqua Vergine, todavía activo. Por aquí discurre el agua que daba de beber a los romanos antes de Cristo y que hoy baña la Fontana de Trevi, donde quienes han permanecido allí siguen derrochando céntimos. Otras monedas, pero mucho más antiguas, se acumulan junto a vasijas y más objetos de la época de Nerón, que se exponen tras una cristalera de nuestro cine.

Giorgio, el proyeccionista

Descorriendo unas cortinas contiguas a las butacas se verían todas estas maravillas. Pero está a punto de comenzar la proyección y es necesario oscurecer la sala. Hoy toca «El círculo rojo», una película de 1970 dirigida por Jean-Pierre Melville, con Alain Delon y Gian Maria Volonté. Cine francés, post «nouvelle vague», aunque si ha llegado hasta aquí es porque en estos días se celebra un ciclo en honor a Volonté, un actor de esos que engullen a personajes siempre enigmáticos y que no ha gozado de la misma gloria que otros grandes intérpretes italianos. La sala pertenece a la Filmoteca Nacional, que tiene un archivo con unas 120.000 cintas, muchas de ellos sin digitalizar. Algo que aquí tampoco supone un problema.

Los dos proyectores Kinoton, una joya digna de coleccionista, se van alternando para plasmar sobre la pantalla las aventuras del siempre fascinante Alain Delon. Quien se encarga de cambiar los rollos es Giorgio, un hombre de 50 años, que lleva en el oficio desde los seis, cuando ayudaba a su padre a hacer lo propio mientras aprovechaba para ver cine. Giorgio podría pasar horas explicando la velocidad a la que pasan los fotogramas, el modo en el que instalaron el audio «dolby digital» o cómo las películas ya no son inflamables como lo eran antes. Menos mal, porque dice que es imposible llevar la cuenta de las que ha visto. Sólo que su preferida, como no podía ser de otra manera, es «Cinema Paradiso». También ésta la ha proyectado, de entre las más de 10.000 obras que habrán pasado por la sala Trevi. Su pena, sin embargo, es que apenas le quedan unos días para echar el cierre.

Cuando el propietario, el grupo Cremonini –uno de los mayores suministradores de carne al por mayor de Italia– compró el inmueble a finales de los noventa, el entonces alcalde de la ciudad pactó con el empresario que debía construir una sala de proyecciones para rememorar el histórico Cinema Trevi, que había estado allí durante la época de oro del celuloide italiano. Cremonini obtuvo el permiso para construir un hotel encima y aceptó. Lo que entonces no sabían es que excavando para encontrarle un espacio bajo tierra a la sala se iban a encontrar con estas ruinas romanas. A partir de ahora el yacimiento seguirá abierto al público, pero el compromiso para mantener el cine ha expirado y, sin muchas explicaciones, el traqueteo de los proyectores desaparecerá. El motivo es que son necesarias obras para el mantenimiento, pero el argumento parece más un «mcguffin» de un filme de Hitchcock, porque quién sabe qué espacio comercial ocupará el lugar de la sala Trevi, a la que además se entraba gratis.

Mensajes de condolencia

Laura Bartoletti es su directora desde el inicio. Aunque ella le resta importancia al cargo, ya que solo trabajan aquí ella, Giorgio y dos personas más. Al preguntarle qué sentimiento le produce el cierre, hace una pausa dramática, se le ponen los ojos vidriosos –algo ha debido aprender de interpretación en todo este tiempo, pese a que esta vez parezca natural– y dice lamentar que llega el final «ante la indiferencia generalizada». Pocos directores pasaban por aquí si no era para dar alguna conferencia, apenas han llegado mensajes de condolencia e incluso resulta difícil saber de la existencia de este cine si no es desafiando el magnetismo de la Fontana de Trevi. «Y es una pena porque es un lugar único en el mundo», apunta Laura. El Ministerio de Cultura ha dispuesto que a partir de ahora las cintas de la Filmoteca se verán desde un aula de la Biblioteca Nacional, pero ni allí tienen los proyectores, ni está lista todavía. Perdón por el spoiler, pero en la película de Melville, que habíamos dejado a medias, mueren los dos protagonistas. A veces las obras más bellas tienen un triste final.