Manipulación intencionada

cultura
Dudas, mucha reflexión, un aire intelectual y unas melodías que tienen la virtud de agarrarte fuerte. La madrileña Gabriela Casero estuvo primero en la banda Mow, con la que grabó dos discos, pero ya lleva tres de estudio bajo su nombre. El último, «Estoy exagerando???», se publicó el pasado noviembre. Esta artista ha sido adscrita al «bedroom pop», pero ¿qué demonios es eso? Suena a uno de esos subgéneros artificiales nacidos al calor del también falso género «indie pop»: «El “bedroom pop” es la música que puede hacer la gente que no es millonaria, la que puedes hacer en tu cuarto con un ordenador y pocos medios –afirma–. El “bedroom pop” es eso, aunque la gente lo interprete como un rock más suave y que trata de englobar otras cosas, cuando simplemente es música que se nota que está hecha en tu cuarto con un ordenador. Ahora todo el mundo tiene un ordenador y acceso a unas herramientas que suelen ser las mismas. Todo el mundo hace música de una manera muy parecida y, por usar las mismas herramientas, parece que tiene que salir un resultado similar, por eso se ha englobado todo en un mismo género que no es tal, y estamos hablando más de las herramientas que del resultado. Es como lo de la música indie, que es música independiente pero no un género». La idea de la «moda» en la música está muy viva en su discurso. ¿No es posible, hoy, huir de eso? «No sé qué me ha pasado –dice–, pero en los dos últimos años me he obsesionado con qué soy yo y qué es lo que está de moda, qué está pasando detrás de mis procesos de por qué me gustan las cosas. Entiendo perfectamente que algo te puede gustar porque está de moda, no tiene nada de malo, pero hay que intentar, si no abrirse a la moda por completo, porque eso tiene muy poco de interesante, al menos hacer tuya, de alguna manera, la moda. Ver lo que está funcionando y ver qué te puede encajar y puedes usar en tu beneficio. Hoy –añade– me estaba mirando en el espejo las cejas rojas y me he dicho que eso no estaba de moda, que lo he hecho yo porque he querido».
Las canciones de Casero son eminentemente autobiográficas, dando por buena esa máxima que sostiene que solo se puede escribir de lo que conoces, de lo que has vivido: «Me vienen a la cabeza personas que escriben de cosas que no les han sucedido –reflexiona–, por ejemplo, de una ruptura, cuando tú sabes que no han roto con nadie. Yo escribo sobre lo que me pasa porque soy egocéntrica, me apetece hablar de mí. Tengo algo que me está dando vueltas en la cabeza y quiero darle más vueltas todavía. Es más un tema de practicidad. ¿Quien escucha mis canciones se aproxima a mí, me conoce? Pienso que sí, pero luego no sé qué pasará fuera, cómo lo interpretan los otros. Pero creo que sí, que estoy muy en mis canciones. Y “Estoy exagerando???” –prosigue– tiene mucho que ver con mi vida y con algo que me ha obsesionado siempre: ¿las cosas que me pasan, me pasan de verdad o me las estoy inventando? ¿Son fiables? Y estaba intentando enviar el mensaje de qué más da si estoy exagerando o no, o qué es estar exagerando».
A Casero, pensar en lo que hace como su «profesión» le genera ansiedad: «Cuanto más tiempo llevo haciendo esto, menos en serio me lo tomo –dice–. Me agobia la responsabilidad de que sea un oficio, un trabajo. ¿Lo es? No y sí. Durante muchísimo tiempo ha sido lo único a lo que me he dedicado y he subsistido de aquella manera, pero sí. Y últimamente estoy estudiando un montón de cosas, así que no. A no ser que vengas de una muy buena familia –sostiene–, o tengas a alguien que te está manteniendo, poca gente dice “toda la carne en el asador con esto o, si no, debajo de un puente”. Hay que saltar con red. Pero también hay un punto en el que quiero sentir que estoy haciendo las cosas como me gusta y no como me salen más rentables».
No vive esta artista de espaldas a la política, aunque confiesa que cuando ahonda en ella se le enciende el piloto del cabreo: «Me interesa la política –admite–, pero intento no pensar mucho en ello porque me pone de muy mala leche, lo paso mal. Siempre he pensado, de una manera optimista, que si no se cobrase por ser político igual se metería gente que tiene un interés real en hacer algo útil y no solo estar ahí. Pero me cuesta mucho opinar de las cosas porque siento que nunca sé lo suficiente, que solo puedo indignarme y ponerme de mal humor. Yo estoy horrorizada –continúa– y tengo la sensación de que todo el mundo tiene esta idea en la cabeza de que la civilización avanza, como si lo hiciera por sí misma y no porque hay alguien haciendo algo. Todo el mundo confía en que ya mejorarán las cosas, total, el ser humano tiende a avanzar, y no es verdad. Si al ser humano no lo educas, no avanza. No hay más que ver Estados Unidos». ¿Le asusta Trump? «Sí –responde en el acto–. Me asusta que haya tanta gente apoyando esto, me parece un horror». Pero opina que, superado el susto inicial, toca analizar qué es lo que ha llevado a Trump al poder: «La primera carrera que empecé y abandoné fue Filosofía, y en la que conseguí terminar, diseño gráfico, me centré en la parte de “experiencia del usuario”. Ahí aprendes que cuando una aplicación falla, cuando la gente usa mal una aplicación o cuando un proceso se hace de una manera en una web pero la gente te llama constantemente y te dice “no sé hacerlo”, no es que todo el mundo sea tonto, sino que la web está mal hecha. Si un proceso no está funcionando y tú le estás poniendo las cosas fáciles, entre comillas, a la gente y aun así no las están haciendo, es que no se las estás poniendo tan fáciles. Claro que hay que hacer un proceso de autocrítica –prosigue– y hacer caso a quienes te critican, aunque no compartan ideas contigo, porque es información valiosa. No es tanto centrarse en yo tengo razón y lo que yo hago está bien y lo tuyo mal. En política, justamente, hablamos de cosas más morales, y uno puede tener principios que son distintos a los del otro y, si son principios, no hay razonamiento posible. Aun así, en la política hay que ceder un poco y llegar a acuerdos. Pero me parece todo tan difícil que según hablo digo “para qué”. Y creo –concluye– que esa es un poco la sensación que todo el mundo tiene ahora mismo».
EL DIABLO ESTÁ EN LA GOMA DE LOS CALCETINES
Por Javier Menéndez Flores
La primogénita de cuatro hermanas, aunque ella pareciese la pequeña, la niña que en la calle de Ibiza creció como una planta regada con amor, no olvida el piano de la casa de su abuela con el que aprendió a volar. La estudiante que hizo de repetir curso un hábito y que empleaba el tiempo de las clases en acariciar unicornios, tampoco olvida esa guitarra a la que se agarraba como a un salvavidas a la hora del recreo ni al profesor que le adjudicó el adjetivo de antisistema y le vomitó que nunca llegaría a parte alguna. La adolescencia es una colección de zarpazos que la memoria te devuelve sin previo aviso y que siempre te coloca una nube malencarada encima.
Gabriela ha aprendido que es posible dar alaridos sin levantar la voz y que para entrar muy dentro de los otros solo hace falta encontrar las palabras justas y pulsar las emociones que cualquiera, salvo los psicópatas y los que han dejado de amarte, puede hacer suyas. Y está tan explicada en sus canciones que cada vez que suenan se sabe desnuda. Y él le gustaba más cuanto más lejos estaba y cuanto más la decepcionaba. Pero es que el verano y la primavera poseen atributos parecidos, mas no son la misma cosa. Y no quiso ser solo su amiga, ni hablar, porque, por mucho que él fuera aún más cobarde que embustero, ella deseaba vivir un romance extremo. Sí, aunque sintiese que el mundo no giraba en torno suyo y en cada superficie hubiera trozos de lorazepam con los que entregarse al sueño.
Y el vértigo siempre está ahí, agazapado, enorme en su invisibilidad, como ese grito recluido en un cajón que podría ser liberado en cualquier momento y pintar una estancia de un rojo tan intenso que te haría verlo todo negro. Es esa angustia casi sólida que difuminas llenando la cabeza de otras muchas cosas: olores, rostros, diálogos del pasado, canciones, versos, sabores, proyectos. Es el miedo a admitir que eres lo que eres, música, letrista, intérprete, y a tener los dos pies en un mismo suelo, pues podría abrirse de pronto como las fauces de un monstruo mitológico y borrarte por completo. Las obsesiones aletean a tu alrededor igual que pájaros en llamas, como murciélagos locos. Pero no me hagas mucho caso, Gabriela, porque seguro que estoy exagerando.
El paseo de las Delicias no es el jardín del Edén y en Santa María de la Cabeza y alrededores nunca vas a escuchar «All you need is love» ni «Mediterráneo» ni «El hombre del tiempo» ni «Cambio de idea», tan solo ritmos tribales aderezados con voces que hablan de bebecitas, janguear, rebuleo, popis y guaguaguás. Pero Madrid tiene el prodigio de la sorpresa y el Manzanares se puede transformar en un mar furioso que alimenta los ojos y pone a bailar con brío el corazón. Cualquier cosa que seas capaz de imaginar cabe en esa ciudad que siempre termina teniendo la culpa de todo.
Qué difícil es reírse con un chiste y qué fácil es llorar con un anuncio de Ikea o con el «Almost nothing» de Okay Kaya y los Silent Poets. Lo excepcional siempre te dañó más que lo puramente triste, y en tus largos paseos a través de los misterios de la humanidad ya ni recuerdas las veces que te has preguntado en qué demonios estaría pensando Elsa von Freytag-Loringhoven cuando estampó aquel «R. Mutt» en un urinario y se lo envió a Duchamp como anticipo de la gloria eterna. Ojalá pudieras vencer las telarañas del tiempo y sonsacárselo mientras brindáis con absenta.
En los tiempos de la IA y de los políticos que no aman a sus congéneres sería la bomba sacarse una plaza de astronauta y alejarse de este mundo tronado, buscar los restos sagrados del mayor Tom. Cualquiera que haya cumplido los treinta sabe que el diablo habita en esos detalles que contienen universos: aquellos frutos secos que comprasteis en Ámsterdam, ese ratón de ordenador azul que te quedaste y la maldita goma de los calcetines que te asfixiaba los pies y te enseñó –te lo juro, mamá, créeme– el significado exacto de la ansiedad.
Manipulación intencionada