Con la Iglesia y, sobre todo, las posesiones demoniacas hemos vuelto a topar. Y van ciento y la madre. La culpa la tuvo «El exorcista» (William Friedkin, 1973), que sigue siendo indudablemente una de las cimas en cuanto a este subgénero de terror se refiere.

Porque menudo miedo sigue dando la banda sonora, la pobre Regan del revés, los vómitos verdes (en realidad era puré de guisantes, qué rico...) y todo cuanto salía en el filme. Luego vinieron muchas más, todas unidas por elementos comunes a dichos títulos, incluido que en la práctica totalidad de las veces las mujeres somos quienes acabamos con el demonio en el cuerpo, dicho sea en el sentido más literal posible.

Ahora, quien se suma a la nómina de directores con querencia a los ojos vueltos es David Midell (autor de la estimable «El asesinato de Kenneth Chamberlain», 2019), quien, por desgracia, y aunque avise que la cinta se basa en el caso real estadounidense más documentado sobre una de estas pobres desdichadas, no consigue elevar el listón ni en broma. 1928: dos sacerdotes muy distintos (Al Pacino encarna al veterano; si Richard Burton y Russell Crowe se pusieron la sotana para estos menesteres, ¿por qué no él?) unen fuerzas para salvar a una joven que está a punto de perder la vida y su alma en la lucha contra el mal.

En efecto, otra ración de lo mismito, de voces sobrenaturales, de letanías, objetos voladores y laceraciones profundas, para un resultado que no pasará a la historia del cine. Sí, en estos tiempos tan descreídos hasta el Diablo lo tiene cada vez más difícil...

• Lo mejor: Aunque parezca no creerse mucho el personaje, oír cómo Pacino lee a gritos la Biblia.
• Lo peor: Que hay tantas películas sobre exorcismos mejores que esta... además, no aporta nada nuevo.