Europa

Chile

Fagocitado por su vida

La Razón
La RazónLa Razón

Ni la nueva narrativa chilena ni el «postboom» latinoamericano son categorías suficientes para encuadrar a Roberto Bolaño, cuya obra, repleta de títulos póstumos, no hace más que crecer, multiplicarse y ramificarse cuando están por cumplirse diez años de su muerte. Estados Unidos, donde su monumental novela «2666» (publicada en España al año siguiente de su fallecimiento) fue elegida como libro del año por la revista «Time» en 2008 y que, poco después, se llevó la palma del National Book Critics Circle Award, el premio que otorga el Círculo de Críticos, tuvo mucho que ver con la expansión de su figura, fagocitada a veces por el montaje de una biografía tan errónea como imaginaria, más acorde, quizá, con la idea de que en Estados Unidos tienen de lo que significa ser un escritor latinoamericano. Y un escritor latinoamericano, además, en Europa. Errónea o no, lo cierto es que Bolaño fue un hombre que se pasó la vida escribiendo con una pasión que tenía algo de romanticismo pero también bastante diría yo de trabajo cotidiano y algún aire de peligrosidad. Se ganó la vida como pudo. Fue vendedor de bisutería en un pueblo de la Costa Brava, vigilante nocturno en un cámping de Castelldefels y, ante todo, un escritor que supo hacer literatura con su experiencia de vida. Fue el autor de una de las mejores novelas que se hayan escrito en castellano en los últimos veinticinco años: «Los detectives salvajes», que según Vila-Matas inicia «una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio». Corrientes de lectores como los que Bolaño, en una entrevista radiofónica que puede oírse en YouTube, imaginaba: lectores capaces de abrir puertas que conduzcan, a su vez, a otra puertas.

Pero su pasión no sólo le confirió adeptos lectores, una legión de ellos; también incomodó al «establishment» literario de Chile al decir que Isabel Allende era una mala escritora o a no reconocerse como parte de una tradición inventada por el mercado editorial. De los grandes escritores del «boom», Vargas Llosa apreció su obra. Carlos Fuentes, en cambio, lo descartó y lo apartó de una antología. Eso sí, dejó una cosa clara: reconoció no haberlo leído.

Diego GÁNDARA