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El final de Pablo Picasso

El artista trabajó en su obra hasta el final y llegó a pintar una caja en forma de ataúd en un óleo
Picasso por Irving Penn
Picasso por Irving PennEFE
  • Víctor Fernández está en LA RAZÓN desde que publicó su primer artículo en diciembre de 1999. Periodista cultural y otras cosas en forma de libro, como comisario de exposiciones o editor de Lorca, Dalí, Pla, Machado o Hernández.

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De los muchos misterios que todavía persiguen la vida y la obra de Pablo Picasso, no deja de ser sorprendente que sea poco, muy poco lo que sepamos de sus últimos momentos y de su muerte. El reducido círculo que rodeaba al artista, especialmente gracias al empeño de su esposa Jacqueline Roque, hizo que apenas nos haya llegado información de ese momento, aunque hay algunas excepciones. Una de ellas se llama Mariano Miguel Montañés que, como Picasso, era un exiliado español en el sur de Francia. Amigo desde hacía tiempo del artista, un día de junio de 1968, el malagueño le pidió que estuviera a su lado en Notre-Dame-da-Vie, su finca en la bahía de Cannes. Lo necesitaba como hombre de confianza. Y eso hizo Mariano Miguel hasta el final.
Gracias a ese diario, escrito en castellano y sorprendentemente inédito en nuestro país, sabemos más del último Picasso, del declive de su estado físico. El 1 de febrero de 1973, Montañés se atrevió a preguntarle al doctor Jean Stehelin sobre el estado de salud de su jefe. Había motivo. El día antes había constatado que Picasso, a sus 91 años, tenía problemas respiratorios: le costaba respirar y había estado a punto de caerse al suelo de no ser por el apoyo de su secretario. «Problemas circulatorios. Si la circulación en el cerebro queda afectada, tiene episodios de desmayo», dijo Stehelin. Montañés sospechaba que esto podía tener fatales consecuencias. «Podría ser mañana, o en un mes, o en un año. La buena noticia es que Picasso todavía es plenamente consciente de lo que está pasando. Y parece extraordinariamente sereno». Tras ese diagnóstico, el médico añadió con una sonrisa: «¡Cómo solamente lo puede ser un español!».
Los periodistas llaman a la finca de Cannes queriendo saber más del estado de salud de Picasso. Los rumores se han extendido y alguno suelta a Jacqueline si «¿ya ha muerto?». La esposa del pintor se queda temblando y es Picasso quien coge el teléfono para responder a gritos: «Le habla el muerto». Picasso está cada vez con menos fuerzas, aunque todavía pinta. Son piezas protagonizadas en muchas ocasiones por personajes que parecen sacados de obras de Rembrandt, por lo cual se conoce esta serie como la de los «mosqueteros». Se atreve con telas de grandes dimensiones, pero también se autorretrata en unos dibujos en los que parece una máscara de lo que fue. Uno de los lienzos que quedará en su estudio será el titulado «Mujer acostada y cabeza». En la parte inferior izquierda, aparece una caja, concretamente un ataúd. Es lo que estuvo pintado Picasso horas antes de su fallecimiento.
Las cosas empezaron a ponerse mal en las primeras horas del 8 de abril de 1973. El pintor tenía problemas para respirar. Jacqueline llamó a París al cardiólogo de su marido, el doctor Bernal. Este tomó un avión para llegar a Notre-Dame-de-Vie. El médico le pone inyecciones al pintor con la intención de que pueda respirar mejor. Picasso se va despertando y bromea con su cardiólogo de quien sabe que no está casado. «Pues se equivoca, es útil. Debería casarse», dice pícaramente el artista. Jacqueline contempla la escena cogiendo la mano de su marido. Este, con gran esfuerzo, dice: «Mi mujer... es maravilloso». Son las 11.45 de la mañana. Pablo Picasso ha muerto.
Jacqueline decide que el cuerpo del difunto se vele en la intimidad. No abrirá la puerta a la Prensa y muy pocos serán los escogidos para acompañar al pintor. Uno de los primeros en llegar es Eugenio Arias, el barbero de Picasso. Entre él y Jacqueline cubren el cadáver con una capa española que se había mandado hacer en la Casa Seseña de Madrid. El entrenador de aquel momento del Real Madrid la había llevado con él hasta Niza, durante un partido internacional. Allí la había recogido Arias. «La capa era un símbolo de España, que Picasso no volvería a ver. Era su mayor deseo sobrevivir a Franco y regresar a la patria. Por eso decidimos Jacqueline y yo cubrir a Picasso con la capa. Cerré entonces la puerta de su habitación y no dejé entrar a nadie», diría Arias años después a sus biógrafas Monika Czercin y Melissa Müller.
El cuerpo de Picasso fue trasladado a otras de sus propiedades, el castillo de Vauvernagues, para ser enterrado allí, aunque no fue fácil. Los obreros trabajaron durante días la dura piedra para construir la tumba. Fueron diez jornadas en los que el cadáver estuvo expuesto en una sala de la finca durmiendo Jacqueline a su lado. Salvador Dalí y Gala intentaron entrar, pero no fue posible. Enviaron una corona de flores que Jacqueline lanzó por la ventana al verla.

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