Secuencia vital de un elegido: don Juan de Austria
Pasó de ser el mimado de la corte, donde despertó enormes expectativas, a convertirse en uno de los personajes más extraordinarios y desconcertantes del Renacimiento y entrar en el mito
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Los primeros ocho años del hijo del Emperador, nacido de la joven Bárbara Plumberger en una velada fugaz, entre sexual y musical, en una de sus estancias en Regensburg, transcurrieron a golpes de fortuna: el niño alemán Hieronymus Kegel pasó a ser el «Jeromín» español, para devenir en don Juan, un mimado de la corte que despertaba ya enormes expectativas para más tarde convertirse en uno de los personajes más extraordinarios y desconcertantes del Renacimiento y entrar en el mito.
Esta irrepetible secuencia respondió al deseo paterno de mejorar su futuro sin comprometer, en vida, su ya poco edificante fama, proceso que se fue acentuando hasta cubrir una reparación que debía apagar los últimos remordimientos. Matrimonios cortesanos próximos serían tutores sucesivos de su persona: el de un comisario real, el de un músico y, una vez decidida para el joven una condición caballeresca, el de un consejero.
El último y decisivo encumbramiento no tendría repercusiones públicas y legales hasta la muerte de Carlos quien en codicilo testamentario reconoce como propio: «El que se llama Gerónimo», lo que parece indicar que nunca le tuvo demasiado lejos y para quien se sugería el ingreso en una orden reformada, aunque sin violentar su libre voluntad con promesas o imposiciones.
Muerto el Emperador, Jerónimo se convierte en don Juan de Austria, en recuerdo de un infante muerto, y obtiene una formación muy completa, universitaria y cortesana, junto al príncipe Carlos, con casa propia, un puesto en el Consejo de Estado, y precedencia sobre los grandes en un ceremonial en el que podía lucir, de hombro a hombro, el toisón de oro, y en unas justas en las que contaba con una maravillosa armadura «febrida»... Es el joven sensato y de lucida cortesanía que describe Juan Rufo: «Gallarda agilidad, claro sentido,/ hermosa proporción, beldad severa/ ser a todos amable y apacible...».
Pero es también un hambriento de gloria, un insatisfecho. Su ambición comienza a desbocarse y nacen sus aspiraciones a una condición principesca que nunca le sería reconocida.
Éxito insospechado
Desechadas las alternativas eclesiásticas a la vista de su pasión por la milicia y su éxito con las damas, sus aptitudes militares se probarían en la sublevación morisca de las Alpujarras y, nombrado por su hermano como generalísimo de la liga contra el turco, el éxito de la imposición resulta tan insospechado como universal, promovido por el providencialista Pío V, para quien se trata de un auténtico enviado celestial evocando a San Juan: «Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes» y, una vez en Italia, es tratado de «Vostra Altezza», vulnerando todas las instrucciones protocolarias.
Aunque Felipe II desea proseguir la progresión en el Mahgreb, comprende que la gloria absoluta de un predestinado solo se consigue con una victoria frontal y total y no con una diversión, mientras dudosos emisarios, sin consultar a nadie, le ofrecen la corona, aún por conquistar, del antiguo despotado bizantino de la Morea.
Para el encuentro del 7 de octubre de 1571 don Juan impone criterios geniales: colocar las galeazas a vanguardia; intercalar galeras españolas y venecianas; crear un ariete de buques que se abra paso hasta la «Sultana»; reforzar con gente propia las guarniciones venecianas; cercenar los tajamares para el mejor juego de la artillería y crear esa reserva móvil que celebra la Araucana como «socorro común». Y en aras del fin último, se traga su inmenso orgullo ante la usurpación del proveditore Veniero en materias judiciales.
¿Rey de Túnez?
Entre todos, don Juan es, con mucho, el héroe de Lepanto y Gregorio XIII, sucesor de Pío, se atreve a proponer que se le convierta en rey de Túnez, que ha conquistado efímeramente, lo que interfiere claramente en los planes filipinos y agudiza el real recelo.
Don Juan como gobernador general de los Países Bajos, triunfador también en Gembloux, se siente mal pagado y acaba proponiendo algo imposible entonces: invadir Inglaterra desde Flandes para liberar a María Estuardo y conseguir una corona al fin, casándose con ella, para lo que cuenta, una vez más, con el apoyo de la Santa Sede. El asesinato en Madrid de su enviado y su propia relegación le harán conocer el precio de su aspiración política.
Tarde comprende Felipe que don Juan no solo ha sido víctima de su ambición, sino también de una intriga difícil de atisbar por un alma noble, y tras su muerte en 1578 le añora como hermano y como súbdito: «Me ha causado muy gran dolor y pena assi por lo que le quería y estimava, como por la falta que me hará...». La escasez de campeones de su altura convertirá la realidad en leyenda, como encarnación del héroe perfecto merecedor de todo, como imagina Juan Rufo: «Del hijo del gran Carlos invencible/abto subjeto a todo lo posible».