Las voces ahogadas de la Batalla de Lepanto
Àlex Claramunt, editor del libro «Lepanto. La mar roja de sangre», revive la experiencia de los hombres que lucharon y murieron en aquella jornada histórica
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No es difícil imaginar en qué pensaban los soldados, marineros y bogadores de la armada de la Liga Santa cuando zarparon de la isla veneciana de Cefalonia con rumbo al vecino golfo de Patras aquella mañana del 7 de octubre de 1571. Bartolomeo Sereno, un caballero romano que embarcó como aventurero en la escuadra de galeras española de Nápoles, se acordaría a buen seguro de su hogar. Aquel mar cuajado de islas rocosas, evocado en las obras de Homero y Ovidio, le recordaba a su patria: «No muy distinto de un lago de contornos recluidos, como los de Bolsena, Fucino y Perugia, en Italia, a guisa de una artificiosa naumaquia, viéndose tierra por todas partes, el mar tiene aquí la forma de un amplio teatro», escribió. Hombre cultivado en las letras, el romano se detiene en su crónica a hablar de las náyades que vivían en la desembocadura del río Aqueloo antes de referir la aproximación de las más de doscientas naves cristianas a la armada del Gran Turco, que a la sazón se hacía también a la mar. Era aquella la manera de los soldados-escritores de vincular su presente con las gestas de la Antigüedad: la batalla de Accio, Salamina y la mítica Guerra de Troya. También en Lepanto, Occidente y Oriente dirimieron la hegemonía en el Mare Nostrum.
Tras bordear la punta Scrofa y dejar atrás la isla de Oxia, ambas armadas quedaron a la vista la una de la otra. El sacerdote mallorquín Miguel Serviá, confesor de don Juan de Austria, embarcado en la galera insignia Real, recordaría que, al avistar el bosque de mástiles otomano, que abarcaba la extensa franja de mar que se extendía entre Etolia y el Peloponeso «tocóse alarma en nuestra armada, y a gran prisa se hizo la pavesada», es decir, la protección de paveses que cubría los flancos de las galeras y protegía a los soldados y remeros. El joven don Juan saltó entonces a la palestra. «Bien veo que no es tanto lo que he servido que sea aún digno de coronas de laureles; pero que en tan poco se estime lo que he deseado acertar […] es lo que fatiga no poco a mi espíritu», había escrito desde su base en Mesina a Ruy Gómez de Silva, hombre de confianza de su hermano Felipe II. El príncipe, deseoso de emular a su padre, el emperador Carlos V, «saltó a aquel tiempo a una ligera fragata, armado solamente de una gola a la tudesca –explica el capitán Marco Antonio Arroyo, que lo vio pasar desde su galera– […] recorriendo toda la armada y solicitando que con mucha presteza se pusiesen en orden, animando y esforzando a los capitanes y soldados a la batalla».
También los turcos se aprestaban para el combate. Desde don Juan hasta el más humilde remero pudieron oírlo a pesar de la distancia que todavía los separaba. Menciona Sereno que los turcos, «echando mano de las castañuelas, los tambores y los pífanos, se pusieron a bailar como locos al son de estos instrumentos, llamando a los cristianos gallinas remojadas y prometiéndose la victoria y un triunfo indudable». La fortuna, sin embargo, sonrió a los cristianos aún antes de que las armadas llegaran al choque: el viento cambió súbitamente y empujó suavemente sus galeras en dirección a las otomanas. «A las diez horas y media del día, que fue muy claro y la mar muy mansa, cosa muy milagrosa, que hasta allí hacía siete u ocho días que andaba algo alterada, se comenzó la batalla con gran ánimo y regocijo de nuestra parte», escribiría el capitán de infantería Nicolás Augusto de Benavides.
A cañonazos
De pronto, el mar estalló: «La armada turquesca venía a boga arrancada tirando muchos cañonazos a envestir a la nuestra» recordaría Marco Antonio Arroyo. Sin embargo, las galeazas venecianas, ubicadas quinientos metros por delante de la formación cristiana, «respondieron con tanta furia y tan a tiempo que echaron dos galeras enemigas a fondo y desordenaron las demás». Estos buques desempeñaron un papel relevante –aunque a menudo exagerado–, «así, por la gran cantidad de artillería que llevan, como por su forma, pues, como castillos prominentes sobre las galeras menores, pueden hacer mucho daño sin ser apenas ofendidas», según Sereno. Las cubiertas de las galeras turcas fueron barridas por la artillería de las galeazas al tiempo que los arcabuceros venecianos y los arqueros candiotas acribillaban a los soldados turcos.
En paralelo, los bogadores de las naves de la Liga Santa remaban con ahínco, esperanzados por la promesa de libertad que les había hecho don Juan en caso de victoria. Pronto se trabó una confusa y peligrosa melé «con tanto estruendo de artillería y arcabucería y alaridos de aquellos bárbaros como suelen usar, que parecía no podérseles oponer fuerza humana que en un punto no fuese deshecha», escribió Arroyo. En efecto, a pesar de la oportuna intervención de las galeazas, el ala derecha de la formación otomana logró flanquear en parte la izquierda cristiana, al mando del veneciano Antonio Barbarigo, y la puso en serios aprietos. Explica el soldado véneto Girolamo Diedo que «en este feroz combate el ilustrísimo Barbarigo fue herido por una saeta en el ojo, lo cual le sucedió porque dio una orden durante la lucha y vio que no podía ser escuchado porque mantenía su rostro cubierto con el escudo; para poder hacer esto mejor se vio obligado a descubrirse, y lo hizo justo en el momento en que los enemigos asaeteaban más ferozmente». Entre tanto, la izquierda turca, al mando del temible corsario Uluj Alí, «el renegado tiñoso”» como lo apodaban entonces, se escabulló con sus veloces naves argelinas por la brecha abierta entre la derecha y el centro cristianos y causó estragos.
La batalla se decidió en el centro en un duelo directo entre las galeras de los dos comandantes, la Real de don Juan y la Sultana de Alí Pachá. Escribió Marco Antonio Arroyo que «comenzóse entre las galeras reales tan fiera batalla, que de cada parte llovían flechas, piedras, fuegos artificiales, y balas de arcabuces a vueltas de mucha sangre». Secundaban a la Sultana desde el principio de la lid dos galeotas llenas de jenízaros de élite, pero el fuego de los soldados españoles del Tercio de Lope de Figueroa inclinó la balanza: «Don Pedro Zapata, que con cincuenta arcabuceros estaba al fogón, hacía mucho daño […] y no hacía menos don Luis Carrillo, capitán de la guardia de don Juan desde el esquife con otros tantos arcabuceros y mosqueteros». A tales alturas, el golfo de Lepanto presentaba un panorama sobrecogedor, que el veneciano Diedo describe con viveza: «Terrible era el sonido de las trompetas y los tambores; pero mucho más lo era el estruendo de los arcabuces y el tronar de la artillería; eran grandes los gritos y el rugido de la muchedumbre, pues había un estruendo horrible y un aturdimiento espantoso. Gruesas nubes de saetas y una gran variedad de fuegos artificiales surcaban el aire, que, a causa de la gran humareda, estaba poco menos que completamente oscuro».
A la postre, más y más galeras fueron confluyendo en torno a la Real y la Sultana, y sus soldados pasaron de una nave a otra para sostener el combate. Alí Pachá cayó muerto de un tiro de arcabuz y los estandartes con la media luna fueron sustituidos por crucifijos. En el flanco izquierdo cristiano, los venecianos arrojaron las naves turcas contra la costa, mientras que, en la derecha, Uluj Alí, se dio a la fuga en cuanto adivinó que su almirante había muerto y la batalla estaba perdida. Atrás quedaba un panorama aciago. En palabras de Arroyo: «Estaba el mar lleno dellos [de turcos], cuales ahogándose, cuales asidos a los pedazos de los tablones y madera destrozada de la artillería, […] y las galeras en el agua ardiendo y despedazadas, de que el mar y de flechas y astas estaba cubierto». Miseria, pero también gloria, pues como escribe el propio Arroyo, y por no citar las archiconocidas palabras de Cervantes, la batalla de Lepanto estaba destinada a ser «de perpetua fama y nombre entre las naciones».
- «Lepanto. La mar roja de sangre» (Desperta Ferro), de VV.AA., 432 páginas, 24,95 euros