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La verdad incómoda: de cómo la izquierda persiguió e insultó a Campoamor

La exposición que acoge la Biblioteca Nacional sobre la figura de la sufragista no encaja con la corriente política que la amenazó en vida

Una exposición sobre Campoamor en la Biblioteca Nacional. Qué bien, pero qué poco encaja con la izquierda. Encajó tan poco que no la quisieron entre sus filas y la amenazaron. La culpaban de la derrota electoral de 1933. A ella y a las mujeres. Por fachas. El periódico anarquista «Tierra y Libertad» dijo el 7 de febrero de 1936 que el voto femenino había sido una «calamidad». No era una idea nueva. El socialista Indalecio Prieto, «orondo como un buzo», en palabras de Fernández Flórez, se levantó el día de la votación en octubre de 1931 y soltó: «¡Se ha dado una puñalada trapera a la República!».

Hoy una parte del PSOE reivindica a Prieto. Cuando el ayuntamiento de Madrid decidió en 2020 retirar su nombre a una calle, el PSOE recurrió y José Bono publicó una tribuna diciendo que era una medida de «la extrema derecha» para eliminar del callejero a un «estadista». Se le olvidó decir: un misógino y un ladrón, cuya escolta asesinó a Calvo Sotelo. Mejor no remover, ¿verdad?

Prieto no fue el único. La comunista Margarita Nelken, entonces en las filas del PSOE, no quería que las mujeres votaran. Ni las mujeres ni nadie. Su ideal era la URSS, con lo que queda explicada su idea de la democracia y de la igualdad de derechos. Nelken escribió en julio de 1931 que el voto de las mujeres era uno de los mayores anhelos de los reaccionarios. Las mujeres no debían votar porque lo harían por la derecha, y eso era intolerable. Si no votaban a la izquierda no merecían el derecho. Nelken consideraba que las mujeres eran pobres tontas a las que los curas decían a quién votar.

Victoria Kent opinaba lo mismo. En el debate con Campoamor en las Cortes de 1931 dijo, desde la superioridad moral de la izquierda, que las mujeres eran ignorantes y que no sabían votar. Y si no sabían, ¿para qué darles el derecho? Serían títeres en manos de los enemigos de la República, a la que Kent y los socialistas veían como un instrumento revolucionario.

En el trazo grueso de hoy todos los republicanos de entonces eran feministas. Falso. El diario republicano “El Popular” afirmaba en 1933: “Esta mujer española que todavía no ha aprendido a razonar es un peligro hacerle emitir su razón política por medio del voto”. Roberto Novoa, de la Federación Republicana Gallega, sostenía que la mujer estaba histérica hasta la menopausia y no había que dejarla votar.

Hilario Ayuso, del Partido Republicano Democrático Federal, con más letras que diputados, tuvo una idea: retrasar el voto de la mujer hasta los 45 para que se le pasase la histeria. A lo histérico como factor para anular derechos se sumó la propuesta de quitar el voto a 30.000 monjas, como dijo el republicano gallego Eduardo Barriobero. El hábito no hace al monje ni al ciudadano, al parecer.

Las elecciones de 1933 dieron la victoria a la derecha. El voto femenino fue la excusa. Comenzaron entonces las amenazas a Clara Campoamor. Por su culpa se había dado el derecho a quien votaba a partidos que no eran de izquierdas. Socialistas, comunistas y anarquistas la llamaron «traidora», y no fue mejor tratada por los republicanos, incluso por el Partido Republicano Radical de Lerroux, el suyo.

Su «pecado mortal»

Campoamor intentó ingresar en Izquierda Republicana en 1935, el partido de Azaña, quien consideró dos años después que las mujeres habían favorecido el voto de la derecha porque eran conservadoras y clericales. El intento de afiliación de Campamor fue contestado por una lluvia de quejas internas, tanto de particulares como colectivas. El asunto fue tan complicado que convocaron una asamblea solo para debatir si Campoamor merecía estar en Izquierda Republicana.

No fue fácil para la sufragista oír a una asamblea insultarla por su orientación sexual y su género, y llamarla «traidora». Decidieron su expulsión por 183 votos frente a 68. Recibió la misma acogida cuando quiso entrar en el Frente Popular con su propio partido, la Unión Republicana Femenina. Los frentepopulistas, ese PSOE, PCE, Izquierda Republicana y otros tantos republicanos de izquierdas, no quisieron saber nada de Campoamor. La repudiaron.

La victoria del Frente Popular en 1936 no suavizó la vida pública de Campoamor. En cuanto estalló la Guerra Civil temió por su vida. Cuatro checas por kilómetro cuadrado en Madrid era demasiado como para no tener miedo. Sabía que los anarquistas y los comunistas la odiaban. La culpaban de la victoria de la derecha en 1933. Era su «pecado mortal», como escribió en el exilio. Cogió un barco y salió de España para que no la fusilaran.

En el exilio recordó su posición: «Estoy tan alejada del fascismo como del comunismo. Soy liberal», opuesta a todo privilegio por condición de sexo o género. No sé si es consciente de esto Irene Montero, antiliberal y sonriente en la inauguración de la exposición «Clara Campoamor Rodríguez: mujer y ciudadana (1888-1972)». Los suyos persiguieron a la sufragista liberal.