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cultura
Audie Murphy, el soldado que protagonizó una escena de película en plena IIGM
Se publica un libro que mes a mes disecciona lo que dio de sí el conflicto, con historias tan particulares como la de este héroe estadounidense

Han pasado ochenta años del final de la Segunda Guerra Mundial y, con tal motivo, se suceden las novedades editoriales a este respecto. En esta ocasión, se ha sumado a ello el periodista Miguel Ángel Santamarina, que en «La guerra que cambió el mundo» analiza algunos de los episodios más importantes de semejante contienda. Acontecimientos concretos, expuestos de forma cronológica, tales como la invasión de Polonia, que tradicionalmente se considera el inicio de la guerra, o la célebre operación Barbarroja, o lo acontecido en torno a sitio de Stalingrado, el famoso Día D, que marcó el punto de inflexión a la hora de encarar lo que fue la recta final del conflicto... Todos estos hechos van orientando al lector hasta más allá del fin de la Segunda Guerra Mundial, llegando incluso al suicidio de Hitler, a las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki y la subsiguiente rendición de Japón.
Así, el acercamiento es en clave de conjunto de «efemérides», organizado por meses, para ir desgranando uno a uno todos los asuntos clave referidos y muchos otros, de modo que el autor adentra al lector en una situación extremadamente trágica: «Las cifras de la Segunda Guerra Mundial le confieren esa terrible excepcionalidad: hubo entre cincuenta y setenta millones de muertos; algunas fuentes elevan esa valoración hasta los cien millones. El número de heridos y mutilados superó los treinta millones». Además, el mapa geopolítico cambió en 1945 tras la firma de los tratados de Yalta y Potsdam, lo cual supuso el inicio de la Guerra Fría, que duró más de cuarenta años.
Naturalmente, Santamarina aborda situaciones de sobra conocidas, pero también da importancia a otras que no han tenido tanta divulgación a la hora de señalar las, por otra parte, infinitas atrocidades que generó una guerra de tamaña dimensión. Por ejemplo, advierte: «También es importante que no queden en el olvido las atrocidades cometidas contra las mujeres, sin distinciones de bandos, y es obligatorio reconocer el horror de las esclavas sexuales chinas, pero también el de las alemanas, sometidas a violaciones cuando su país fue derrotado». En suma, «La guerra que cambió el mundo» tiene un carácter fragmentario, donde encuentran cabida multitud de anécdotas tanto como grandes relatos alrededor de estrategias bélicas o batallas trascendentes.
Para el autor, tan interesante ha sido la inevitable bibliografía procedente de autores de relieve internacional, como Antony Beevor y Max Hastings, como recurrir a obras literarias. Entre estas, hay un poco de todo: el «Diario» de Ana Frank, «Suite francesa», de Irène Némirovsky, «Sin destino», de Imre Kertész. En este sentido, el propio Santamarina también adopta una forma narrativa, en diversos pasajes de su libro, para referirnos historias tan singulares como la que titula «Batalla de Holtzwihr, el día que Audie Murphy se convirtió en el gran héroe del ejército norteamericano». Así, incide en la figura del héroe en este contexto, y cita a Oskar Schindler, el empresario alemán afiliado al partido nazi que durante el Holocausto logró rescatar a 1.200 judíos de las cámaras de gas; a Desmond Doss, un objetor de conciencia que consiguió salvar la vida de un centenar de compañeros en Okinawa con su labor médica; a Saburo Sakai, el piloto samurái que desobedeció la orden de derribar un avión donde viajaban mujeres y niños, por su sentido del honor; a Job Maseko, el sudafricano que hundió un buque alemán en Tobruk, si bien no se le concedió la condecoración al valor, la Cruz Victoria, por ser negro.
Tras estos ejemplos, Santamarina afirma que el gran héroe de la Segunda Guerra Mundial para los estadounidenses fue un soldado que batió todos los récords en el campo de batalla, Audie Murphy. De este modo, nos sitúa en el 26 de enero de 1945, en la batalla de Holtzwihr, que sucedió durante la Bolsa de Colmar, que enfrentó a franceses y norteamericanos con el ejército alemán, desde el 20 de enero hasta el 9 de febrero de ese año, en esa ciudad de Alsacia. «Este territorio tenía un alto valor simbólico para Hitler y decidió defender cada metro con todo el arsenal del que disponía en aquel momento», explica el autor, que añade cómo el Führer se había propuesto, por medio de la operación Nordwind, «destruir en su totalidad al ejército de EE UU», lo cual no consiguió, por supuesto.
Por su parte, el general Eisenhower tenía planeado avanzar junto al Rin en pos de adentrarse en el centro de Alemania, pero las duras condiciones que provocaban el gélido invierno hacían muy difícil el movimiento, lo cual pudo aliviar a un Hitler que, sin embargo, tuvo que padecer a un muchacho de 1,65 metros de altura, y unos 55 kilos: un soldado que iba a destruir su infantería y sus acorazados. Su nombre era Audie Murphy, y en su momento no había podido «cumplir su sueño de entrar en los paracaidistas al ser rechazado por su estatura. El soldado tejano, después de cumplir con su instrucción, fue enviado a Europa. Su primera misión tuvo lugar durante la invasión de Sicilia. Al poco tiempo, Murphy se convirtió en una leyenda de la Segunda Guerra Mundial: fue reconocido con la más alta distinción de su país, la Medalla al Honor; recibió 32 condecoraciones en Estados Unidos, cinco en Francia y una en Bélgica; y obtuvo dos Estrellas de Plata y tres corazones púrpuras».
Según apunta Santamarina, Murphy participó en trescientas misiones, pero su momento cumbre ocurrió en Holtzwihr, durante la Bolsa de Colmar, con solamente 19 años. El día anterior a la batalla allí, había sido herido en una pierna por un impacto de metralla lanzada desde un mortero, pero ni aun así abandonó sus responsabilidades como oficial al mando. De esta manera, el 26 de enero los alemanes se hicieron fuertes en esa zona con numerosos soldados de la 2.ª División de Montaña y seis carros de combate, con la idea de avanzar hasta el bosque donde se encontraban los estadounidenses, que claramente estaban en clara inferioridad. «Murphy ideó una línea defensiva donde los cazacarros tenían un papel fundamental para intentar acabar con los tanques alemanes. El avance de los nazis fue demoledor, pero el joven no estaba dispuesto a rendirse. Ordenó a sus hombres que se pusieran a cubierto, dejó su fusil y se subió a un M-10 y comenzó a disparar, protegido por el humo que le hacía invisible a sus enemigos», escribe el periodista, creando una escena prácticamente visual de aquellos instantes heroicos.
Es más, prosigue Santamarina: con una simple llamada de teléfono, Murphy logró organizar el fuego de artillería y pudo resistir en su puesto, con una extrema valentía, hasta que tuvo que abandonar el cazacarros que estaba en llamas. El caos estaba servido para los alemanes, que no tuvieron más opción que retroceder hacia el pueblo. «Aunque estaba malherido, el teniente reorganizó a sus hombres para liderar el contraataque. Un único hombre había conseguido una de las hazañas más prodigiosas de la contienda. El 2 de junio de ese año, en Austria, Audie Murphy recibió ante sus compañeros de armas la Medalla de Honor del Congreso de Estados Unidos por su gesta en Holtzwihr», añade.
Guerreros con fama
En este sentido, cabe recordar, al hilo de lo que también se presenta en «La guerra que cambió el mundo», que durante la guerra hubo otros soldados que ya traían la fama de casa, por así decirlo, y cuyos nombres trascendieron también como los soldados anónimos que devinieron héroes reconocidos institucionalmente. Hablamos de Clark Gable, James Stewart, Lee Marvin y Tyrone Power; esto lo remarca Santamarina porque Murphy, precisamente, después de su participación en la guerra, se convirtió en actor y protagonizó más de cuarenta películas, la mayoría de ellas wésterns. Entre ellas destacó «Regreso al infierno» (1955), puesto que en ella se interpretaba a sí mismo. «Pero su vuelta a la vida civil tuvo sus complicaciones, y el héroe de guerra sufrió estrés postraumático. Esto le puso en contacto más tarde con los veteranos de Corea y Vietnam, a los que defendió ante el Gobierno para reclamar su protección», concluye Santamarina. Murphy murió en un accidente de aviación el 28 de mayo de 1971, se le enterró con todos los honores en Arlington y su tumba es la segunda más visitada después de la de John Fitzgerald Kennedy, que también sirvió en la Segunda Guerra Mundial.
Maria Mandel, una asesina en Auschwitz
►En el libro, se encuentran un sinfín de historias tremendas con nombres y apellidos, como esta que empieza contando Santamarina en estos términos: «Todos necesitamos redención. Incluso las asesinas más terribles. Eso debió de pensar Stanisława Rachwałowa cuando Maria Mandel se acercó hasta ella para pedirle perdón». Las dos mujeres estaban presas en una cárcel de Cracovia, en Polonia, y se habían conocido años atrás. Mandel era la jefa de campo de Birkenau, nada menos que la persona de confianza de Rudolf Höss –el comandante del campo de exterminio–, y a Rachwałowa la habían detenido por conspirar contra las fuerzas nazis. «Stanislawa no se atrevió nunca a sostenerle la mirada a Mandel; sabía cuál era el castigo. El destino escribe giros de guion inesperados, y ahora era la bestia de Auschwitz quien, de rodillas, la miraba a los ojos», prosigue el autor. Al final pasó esto: «El día 24 de enero de 1948, un día después de ese encuentro entre víctima y verdugo, Maria Mandel fue ejecutada. La horca fue el final para una de las asesinas más sanguinarias de la IIGM y de la historia de la humanidad».
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