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Los Autómatas de Hefesto: la Inteligencia Artificial en la mitología griega

Nuestra fascinación por la creación de seres capaces de pensar por sí mismos puede trazarse hasta los tiempos clásicos, donde ya soñaban con robots antropomorfos
En la Ilíada, aquí según grabado de Flaxman, se recuerdan varias de las hazañas de Hefesto
En la Ilíada, aquí según grabado de Flaxman, se recuerdan varias de las hazañas de HefestoArchivo
La Razón

Tuebingen (Alemania) Creada:

Última actualización:

Una visita al Prado durante el fin de semana siempre merece la pena, especialmente cuando se contempla la cautivadora obra «La fragua de Vulcano» (1630) de Diego Velázquez. Este cuadro, con su destreza pictórica impecable, nos transporta al taller del dios griego Hefesto, conocido como Vulcano en la mitología romana. Al observar la obra, el contraste entre el asombro que muestran los personajes y la mirada enrabietada de Vulcano llama poderosamente la atención. Sin embargo, a medida que exploramos cada pincelada, se revela un fascinante equívoco que agrega capas de significado a la obra.
La maestría de Velázquez es innegable, pero en este relato visual, resalta un detalle intrigante: en el mismo se puede observar que los ayudantes de Vulcano son todos hombres fornidos, esbeltos y jóvenes. Se sitúan alrededor de su patrón, la figura principal del dios que se alza como el custodio de los artesanos, herreros, carpinteros, metalúrgicos y escultores. La lógica nos lleva a pensar que este dios, hijo de Zeus y Hera, se valía de la destreza y fuerza de ayudantes masculinos para esculpir con maestría las maravillas utilizadas por diversos dioses y semidioses, como el casco y las sandalias aladas de Hermes, la armadura de Aquiles y el hombro de Pélope (que se aprecia en el cuadro), las flechas de Eros o el cinturón a su mujer Afrodita.
Sin lugar a duda, Velázquez se inspiró en las «Metamorfosis» de Ovidio, donde los ayudantes de Hefesto no son hombres sino cíclopes. Estos gigantes de un solo ojo colaboraban con yunques en el taller del dios. Y aunque podemos pensar que el dios necesitaba de fortaleza sobrehumana, en realidad no eran los únicos ayudantes de Hefesto. La verdadera sorpresa se encuentra en la «Ilíada» de Homero, específicamente en el canto XVIII, donde se dice que Hefesto «salió cojeando, apoyado en dos siervas hechas de oro con apariencia de muchachas vivas, pues tenían inteligencia, y había en ellas voz y fuerza, y poseían destreza artesanal por el don de los dioses inmortales de los inmortales dioses. Ambas sostenían cuidadosamente a su señor».
La intrigante pregunta surge al cuestionar si Hefesto tenía ayudantes masculinos o femeninos. Pero la dualidad de género en las representaciones mitológicas nos despista ante el detalle esencial, a saber, que ambos asistentes tienen un claro carácter fantástico. Mientras los cíclopes son creaturas salidas del imaginario mitológico, las doncellas doradas conocidas como «Kourai Khryseai» se convierten, sin saberlo, en las precursoras mitológicas de los androides modernos, con casos como su versión masculina moderna, a saber, R2D2 de la saga de películas «Star Wars». Estos seres se presentan como robots dorados, antropomórficos, que son ayudantes fieles; o provistos de una inteligencia maquiavélica que supera a los humanos, capaz de tambalear cualquier sistema, como los Cylon, y en concreto, la cylon humanoide «Número Ocho» de la serie de televisión «Battlestar Galactica».
Pero estas «doncellas doradas» no fueron casos únicos ni aislados, ya que hubo múltiples creaciones del dios griego. Desde guardianes que no envejecían ya que estaban realizados a partir de plata y oro con forma de leones y perros para morder a los invasores del palacio de Alcínoo; hasta el colosal Talos, un gigante de bronce que custodiaba a Europa contra piratas e invasores varios, las creaciones del dios herrero iban más allá de la utilidad armamentística o la escultura clásica. Hefesto realizaba seres mecánicos con vida propia, al estilo de Geppetto, el padre de Pinocho. Estos seres, dotados de habilidades distintivas, bien podrán poblar cualquier relato actual de ciencia ficción.
Exiliado del Monte Olimpo debido a su cojera, Hefesto canalizó su creatividad en la creación de autómatas, seres mecánicos con movimiento propio, que es lo que significa literalmente la palabra griega «automatós». Dichos autómatas son seres mecánicos que se movían aparentando tener vida. Hefesto no solo creó androides, también todo tipo de obras: los trípodes con ruedas de oro danzaban a su antojo dentro y fuera del salón de la asamblea de los dioses olímpicos, mientras sus más notables creaciones, estas doncellas, fabricadas de oro, no solo adornaban el palacio de Hefesto, sino que también eran parte de la fuerza efectiva de trabajo: usaban los fuelles de la fragua y trabajaban el metal en el fuego. Poseían inteligencia ya que era ventajoso usar su capacidad de raciocinio para tomar decisiones y actuar de forma independiente. Cabe señalar que no escuchamos sus opiniones en el relato no por un sesgo de género, sino porque, por un lado, en la Ilíada hablan únicamente los héroes y los dioses, y por otro, porque forman parte de un trasfondo descriptivo. No obstante, se marca el detalle de la dotación de voz para reflejar la pericia del dios. Y es que, estas ayudantes diestras adquieren elementos cercanos al humano. Parecen mujeres de verdad, pero están fabricadas de oro.
Sin embargo, Hefesto no se erige como el único divino artífice de la mitología. Otros ejemplos míticos han sido escudriñados en obras científicas como «Dioses y robots. Mitos, máquinas y sueños tecnológicos en la Antigüedad» de Adrienne Mayor (2018), o en «De Galatea a Barbie: Autómatas, robots y otras figuras de la construcción femenina», una compilación editada por David Hernández de la Fuente y Fernando Broncano (2010). Estos trabajos revelan múltiples ejemplos en torno a la creación de dispositivos artificiales de apariencia humana.
El mito de Prometeo que narra la «Biblioteca mitológica», una minuciosa recopilación de mitología griega del siglo I-II d.C., sitúa a Prometeo como el criador de la humanidad a partir de barro, un claro paralelismo con la narrativa presente en el Antiguo Testamento. Rastros de estas ideas también se manifiestan en el mito de Pigmalión, un escultor que cinceló una estatua de una joven llamada Galatea, tan hermosa que se enamoró de ella, anhelando que cobrara vida. La intervención de Afrodita propició que la escultura, originariamente de frío mármol, cobrara vida, manifestando la calidez de unas venas y la flexibilidad de los músculos de una mujer.
Los Argonautas, por su parte, dieron vida a un perro autómata para salvaguardar su nave. Un perro dorado similar fue situado por Rea para proteger al bebé Zeus y su nodriza, la cabra Amaltea, en la isla de Creta. Posteriormente, se especuló que Tántalo robó el autómata mientras custodiaba el templo de Zeus, o persuadió a Pandáreo para que lo robara en su nombre. Textos subsiguientes intentaron modificar la concepción del autómata, sugiriendo que el perro dorado era, en realidad, Rea transformada de esa manera por Hefesto. Incluso en la tradición judía, el Golem, creado de arcilla por el rabino Löw, cobró vida mediante una inscripción mágica insertada en su boca, donde se podía leer el nombre de Yahvé.
Este abanico de mitos revela la diversidad de figuras y relatos que exploran la creación de seres artificiales en distintas culturas y épocas.
Los mitos y leyendas sobre estos «proto-robots» ofrecen una perspectiva intrigante sobre el nacimiento temprano de la Inteligencia Artificial, ya que estas creaciones míticas provocan preguntas esenciales, típicas del campo de la filosofía, sobre la naturaleza de la vida y las fronteras entre lo animado y lo inanimado, tales como «¿qué diferenciaba a esas doncellas doradas de los seres vivos, aparte del material con el que fueron hechas?, ¿es solo privilegio de los dioses el crear vida animada?, ¿un cuerpo en movimiento es realmente un ser vivo o debe tener algo más?, ¿las máquinas pueden superar al ser humano en destreza?, ¿por qué representamos a robots con atributos animalescos e incluso humanoides?, ¿somos robots?»
Estos interrogantes, formulados como reflexión desde el mundo contemporáneo sobre los relatos mitológicos de la Antigüedad, resuenan en nuestro tiempo y encuentran eco en la fascinación moderna por la robótica y la vida artificial.
La idea de los autómatas no se desvaneció en los límites temporales del mundo antiguo; sino que han permeado diversas manifestaciones culturales, incluyendo obras literarias, cinematográficas y académicas, tales como «Frankenstein» de Mary Shelley, «Eduardo Manostijeras» de Tim Burton o «Sueñan los androides con ovejas mecánicas» (libro en el que se basó la película «Blade Runner») de Philip K. Dick, reflejando la fascinación humana con la creación, en este caso, de vida artificial.
En el mundo antiguo, el concepto de autómatas, derivado de la palabra griega "αὐτόματος" (autómatos, literalmente "actuar por propia voluntad"), representaba una sorprendente semejanza con seres vivos. Estas maravillas mecánicas estaban diseñadas con la capacidad innata de imitar la vida, y su existencia iba más allá de simples máquinas, insinuando la posibilidad de una forma artificial dotada de cualidades humanas.
Esta palabra fue utilizada por primera vez por Homero en la «Ilíada» 5.749, para describir una puerta automática. También Homero describe a artilugios automáticos de trípodes con ruedas (Homero, «Ilíada» 18.376). Se ha registrado la existencia de otros autómatas en muñecos prehistóricos y también en leyendas del antiguo Egipto donde estatuas animadas de divinidades desempeñaban un papel clave en ceremonias religiosas.

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