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Cuando Mussolini dio plantón a Disney... para irse con su amante

El dibujante llegó a Villa Torlonia invitado por el Duce y para alegría del hijo de este último. Sin embargo, el de Predappio no estaba; optó por un plan más excitante
Walt Disney, en el centro de la imagen, durante su visita a Roma en 1935
Walt Disney, en el centro de la imagen, durante su visita a Roma en 1935Archivo Luce

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Walt Disney estaba pensando en sus espermatozoides. El médico le había comunicado que eran flojos, como la casita de paja de los tres cerditos. Tenía una hija, pero quería un chico, un heredero varón para un imperio que parió un ratón. Lillian, su esposa, le sacó del ensimismamiento. «Walt, querido, disfruta del viaje», dijo mientras le pasaba la mano por la cintura. De pronto se escuchó como si alguien hiciera gárgaras. Era Roy, hermano de Walt, imitando al Pato Donald. «¿Qué dices?», preguntó el creador de Mickey. «Ha dicho –contestó su cuñada Edna sin parar de reír– que estamos llegando a Termini, Walt, a Roma».
Los dos matrimonios habían hecho un «tour» europeo. Era el verano de 1935. Arribaron a Reino Unido en un crucero de lujo. De ahí pasaron a Francia, donde no les hicieron mucho caso. En Alemania, sí. A Hitler le encantaban los dibujos de animales que actuaban como personas al son de música de película muda. El Führer siempre gastaba la misma broma a Goebbels. «A ver, Joseph, listillo, ¿si Pluto es un perro, qué es Goofy?». Y Adolf se partía el pecho. Quizá por eso el ministro de Propaganda, harto de la chanza, decidió prohibir los filmes de Disney.
Tras el país de la esvástica los Disney pasaron por Austria y Suiza para llegar a Italia. Allí habían llamado «Topolino» a Mickey, que significa «ratoncito». A Disney no le importaba el nombre mientras hiciera caja. En estas llegaron a Termini, la estación ferroviaria más grande del país. Les esperaban las autoridades y un enorme gentío. Walt se cerró la chaqueta cruzada, se encasquetó el sombrero y encendió un cigarrillo. Empezaba la actuación. Tras los apretones de mano y las palmadas en la espalda, consiguieron subir a un coche oficial.
«Señores –dijo el funcionario fascista perfectamente uniformado que los acompañaba–, el programa es muy ameno, aunque algo apretado». Esa noche irían a una cena de gala en su honor en el Cinema Barberini, que habían adornado con ilustraciones de Disney para la ocasión. A la puerta les esperaba la famosa fotógrafa Ghita Carell, especialista en tomar instantáneas de los gerifaltes del régimen. No faltaría a la cita Gian Galeazzo Ciano, ministro de Propaganda, casado con Edda, hija del Duce. Los Disney asintieron. Estaban acostumbrados a los agasajos. De hecho, acababan de recoger un premio de la Liga de Naciones por «hacer felices a los niños».
El funcionario hablaba mientras la Ciudad Eterna pasaba por las ventanillas del coche como en un cinematógrafo de manivela. «Pero falta el plato fuerte, lo extraordinario... –anunció el fascista dejando caer los puntos suspensivos como bombas de racimo–. «¡Mussolini los ha invitado a Villa Torlonia! ¡A su casa! ¡Quiere conocer al creador de Topolino!». Los cuatro norteamericanos no movieron un músculo. Roy empezó a decir algo, pero nadie entendió nada por la manía de hablar como Donald. «Cosa dice?», preguntó el italiano enarcando la ceja derecha. «Pregunta qué podemos llevar a casa del Duce en agradecimiento», tradujo Walt. «Niente, per favore... bene... –el fascista soltaba los puntos como una ráfaga de ametralladora–. Un detalle de Mickey, por ejemplo».
Villa Torlonia era fea, solo digna para un búnker. Donde estuviera el castillo bávaro de Neuschwanstein o el Alcázar de Segovia para inspirar historias de príncipes y princesas, que se quitaran los caserones burgueses italianos. A la puerta de la villa esperaba la mujer oficial de Mussolini, Rachele. A sus faldas estaban tres de sus hijos, Romano, Edda y Anna Maria. El hijo de Mussolini, un niño de siete años, no aguantó y se lanzó encima del dibujante. Le abrazó, besó las manos, y se agarró a su pierna. Después de Popeye y Flash Gordon, Mickey era su personaje favorito. «Espera –dijo Walt–, he traído una cosa para ti». Hizo un gesto y Lillian sacó un Topolino de madera de casi medio metro. Romano abrió los ojos como si hubiera comido un kilo de azúcar. «¿Y el Duce? –preguntó Walt–. ¿Nos va a obsequiar con su presencia?». Rachelle pensó que el Gran Vigía del Fascismo Mundial estaría a esas horas explorando los intríngulis de Clara Petacci. «Está ocupado en los bajos fondos del Estado, por el cono sur exactamente», contestó la dama.
Mientras tanto, en la Sala del Mappamondo, en el Palazzo Venezia, lugar de visitas femeninas a Mussolini, el Duce se colocaba el uniforme. Miró a la mujer que tenía delante, que yacía con la camisa abierta y el carmín derrapado en la mejilla. Recordó que esa misma tarde del 20 de julio, a las 17 horas, iba a su casa Walt Disney. Miró el reloj. Las ocho y media. Tarde. Imposible. «Merda –pensó–. Bene, non ti preoccupare». Se agarró el mentón y lo solucionó. «Tenemos a Pensuti, el Disney italiano. Hoy mismo le saco de la cárcel aunque sea un antifascista».