Historia

El desastre ecológico en las guerras o la hipocresía humana

No solo la bomba atómica de Oppenheimer provocó daños irreversibles en la naturaleza: es una lacra que se ha dado en todas las contiendas, desde Hitler a Vietnam

En la I Guerra Mundial, en el norte de Francia se lanzaron unos 60 millones de proyectiles. En la imagen, una devastadora escena de la zona
En la I Guerra Mundial, en el norte de Francia se lanzaron unos 60 millones de proyectiles. En la imagen, una devastadora escena de la zonaGetty Images

Entre escalofriantes aquelarres, duelos a garrotazos, parcas flotantes y ojos a punto de salirse de sus órbitas, figura entre las pinturas negras de Goya un cuadro tan tierno como desconcertante. Se titula «Perro semihundido», y si bien no existe consenso sobre su significado, sí despierta al espectador esa misma sensación de barbarie, de soledad en pleno caos, que aportan sus obras compañeras. En un espacio de tonos ocres, resurge en este óleo el hocico de un animal visiblemente indefenso, en teoría a punto de hundirse, y cuya insignificancia es tal que, como espectadores, aceptamos sin más un fatal destino. Es una obra ambigua rodeada de incertidumbre, pero que representa esa poquedad de todo ser vivo cuando el odio, la rabia y la guerra le rodean. Y, además, es una pintura creada ante las brutalidades de una contienda determinada, aunque su sentido se puede extrapolar a otras batallas que han llenado nuestra historia de sangre. Si hay algo que se repite en el recorrido del ser humano ya no es solo ese enfrentamiento donde las personas comienzan y terminan siendo números, donde las muertes son tantas que no llegan a interiorizarse. También hay algo común en todas las guerras, desde la de 1914 hasta la de Vietnam, y se trata de esa ignorancia absoluta que tenemos para con la naturaleza. Goya pintó a ese perro solitario y olvidado de la misma forma que los seres humanos nos encargamos de acelerar la contaminación y los desastres ecológicos hasta puntos que se siguen repitiendo, y que, además, son ignorados.

Un paisaje devastado

Quizá la peor faceta de nuestra especie resida en la estremecedora facilidad que tenemos de matarnos los unos a los otros. Una tendencia atemporal y siempre provocada por «motivos estúpidos y ególatras», opina el cineasta austriaco Adrian Goiginger. Acaba de estrenar «El zorro», película en la que, basándose en la historia de su propio bisabuelo, narra –a grandes rasgos– la historia de un soldado del bando nazi que se encuentra con un cachorro de zorro y le cuida por encima de sus posibilidades. Para la elaboración de la cinta, el director no solo hizo usó los recuerdos de su familiar, sino también una serie de diarios, y «uno de ellos cuenta cuando los franceses huyeron por la invasión del ejército alemán y dejaron a sus animales atrás, a su ganado. Por ejemplo, explica cómo las vacas morían porque nadie las ordeñaba, y los perros se reunían y cazaban a seres humanos... era una locura». Son casos puntuales, pero también representativos del desastre ecológico que acarrea cualquier guerra, y que Goiginger tilda de «tragedias realmente dramáticas». Si no, tan solo hay que echarle un vistazo a la cartelera, pero esta vez a otro título: «Oppenheimer». La esperada cinta de Christopher Nolan destapa «lo que realmente cambió las cosas: la bomba atómica», dice Goiginger. Un artefacto que trajo devastación total y, además de miles de muertes, un alto nivel de contaminación radiactiva y, a la larga, mutaciones genéticas. Con esto, si bien hace 200 años «no poseíamos las herramientas necesarias para destruir la naturaleza por completo, ahora sí las tenemos. No sé si el entorno se ha recuperado todavía de esa bomba, pero me parece que la situación empeora cada vez más con cada conflicto bélico. Desgraciadamente, soy bastante pesimista en este sentido, y hay poco que podamos hacer al respecto», lamenta el director.

Simón Morzé interpreta a Franz Streitberger en "El zorro"
Simón Morzé interpreta a Franz Streitberger en "El zorro"Karma Films

La hipocresía humana está acabando con el planeta: nada nuevo. Y esta afirmación se acentúa cuando aflora una contienda, situación en la que los intereses van por delante de cualquier cuestión vital. Tanto la Gran Guerra como la Segunda Mundial provocaron desastres que hipotecaron el futuro de la naturaleza y su regeneración, pues aún perduran dichos estragos. En el caso de la primera, el paisaje quedó devastado: agujeros de explosiones, trincheras y tierra sembrada de bombas sin detonar. Y esto último se puede comprobar, a día de hoy, en el norte de Francia: los bosques de Verdún se transformaron de manera total, dejando suelos inútiles y contaminados de obuses y cuerpos. Aún no se sabe cuántos soldados perecieron en aquellas batallas porque los restos de miles de ellos permanecen perdidos, y durante aquellos diez meses de lucha en los bosques se lanzaron unos 60 millones de proyectiles. Uno de cada ocho no explotó; hagan sus cuentas. Un informe de la posguerra llegó a zanjar que era un lugar «devastado, con daños a propiedades al 100% y a la agricultura también al 100%. Vida humana, imposible».

Entre la espada y la pared. Fotografía del 29º Regimiento de Infantería francés en una de las trincheras de Verdún
Entre la espada y la pared. Fotografía del 29º Regimiento de Infantería francés en una de las trincheras de Verdúnlarazon

Del napalm al petróleo

Asimismo, el bando de Hitler sobreexplotaba los recursos en las zonas que ocupaba, así como el enfrentamiento de potencias industrializadas no conllevaba a nada más que a la devastación. En ambas grandes guerras, por cierto, hubo una contaminación en ecosistemas marinos: se calcula que en los mares del norte y el Báltico existen más de 1,6 millones de toneladas de municiones sumergidas, lo que evidentemente afecta a su naturaleza. Ejemplo de ello es el Franken, un barco petrolero nazi que fue abatido en el golfo de Gdansk y que aún sigue sumergido a modo de bomba de relojería ecológica. Si bien en el momento de su naufragio ardieron 3.000 toneladas de combustible, la cantidad restante puede hallarse aún dentro de la embarcación, y ahí vendría el gran desastre ecológico: si se provoca un derrame, la catástrofe podría ser total para la vida marina de la zona.

Desafortunadamente, no todo acabó (ni empezó) con tan mediáticas guerras, ya que la naturaleza también sufrió en Vietnam, donde se arrasaron hectáreas de bosques para acabar con el camuflaje ambiental a través del famoso bombardeo con napalm. El 7 de febrero de 1965, Estados Unidos lanzaba su primer ataque con esta sustancia y las consecuencias fueron atroces, mucho más de lo que se pudo ver en aquellas fotografías que dieron la vuelta al mundo: este arma química destruyó la vegetación de una manera irreversible y provocó todo tipo de quemaduras a la población civil.

Vietnam, la guerra de nunca acabar
Vietnam, la guerra de nunca acabarlarazon

Por su parte, Afganistán también tiene de qué hablar: desde la invasión soviética durante los años ochenta en ese país hasta la reciente retirada estadounidense han desaparecido casi el 95% de zonas de bosques existentes en el país. Una cantidad bárbara que también acarrea problemas relacionados con la erosión y, finalmente, con la pérdida de recursos para la población. Y no podemos dejar atrás esa infinita lucha por el petróleo o el gas, pues las guerras más sonadas son las que han acontecido en países con mayores yacimientos de este tipo. No son pocas las mareas negras que se han visto a lo largo de la historia, o los efectos ambientales que han tenido bombardeos a estas infraestructuras o pozos.

Y en esta línea desastrosa y catastrófica para el ser humano llegamos hasta la guerra entre Rusia y Ucrania. No en vano Zelenski definió el colapso de la presa de Nova Kajovka como «una catástrofe ecológica, una bomba medioambiental de destrucción masiva»: además de las más de mil personas que han tenido que abandonar la zona, la preocupación se centra en los riesgos para la fauna, la flora, las tierras de cultivo y la posible contaminación por productos químicos vertidos al río Dnipro. Estamos, por tanto, destruyendo el planeta. Y a ello debemos sumar los impactos que se hacen respecto al medio ambiente en nuestro día a día. «No actuamos de forma inteligente», lamenta Goiginger, «las personas no piensan en las consecuencias, sino que se mueven por sus emociones más inmediatas y nadie quiere renunciar a nada, eso es muy triste». Quizá el problema resida en eso, en que somos una especie que alardea de la belleza de su entorno, que avisa sobre la importancia de su cuidado, pero que pocas veces actúa al respecto. Una especie que, al fin y al cabo, se mueve por la hipocresía y el egoísmo de seguir permitiendo que ocurra lo que tantas veces se ha repetido a lo largo de la historia.