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Historia

El general Narváez usaba peluquín

Fue uno de los políticos más influyentes durante el reinado de Isabel II, monarca cuya vida alegre provocaba disgustos y cantidad de gotas de sudor que resbalaban incesantes por la calva del general

El general Ramón María Narváez Museo del Prado

Narváez, no la calle, sino el general que le dio nombre, era un hombre complejo. Fue un conservador liberal tan firme que la izquierda, tan impotente como arrogante, solo pudo ridiculizar su persona. Ahí están los retratos literarios que hicieron los republicanos Galdós y Valle-Inclán. Pero aquel granadino de Loja era un personaje difícil, fuerte en lo político, débil en lo personal. La seguridad que tenía para dirigir a su partido y al Gobierno, para meter en cintura a Isabel II y apartar al nocivo rey consorte, se echaba en falta para manejar su mente. No existía entonces el «mindfulness» ni ansiolíticos más allá de un lingotazo de coñac. Ramón María Narváez tenía un trastorno bipolar. Pasaba de la euforia a la depresión con dañina facilidad. Quizá la tristeza y la desesperanza se las proporcionaba la situación española, con esta tropa de políticos gazmoños, capaces de unirse para destruir una situación, y torpes hasta la náusea para levantar algo positivo en común.

El militar granadino asumió el poder tras el fracaso de los progresistas de Espartero y los unionistas de O’Donnell. Vaya bienio habían dado a los españoles. Desde la revolución de julio de 1854 el país vivía una inestabilidad absoluta, sin saber quién era ni a dónde iba, con desórdenes públicos y la economía tambaleándose. El final de aquel sindiós, en julio de 1856, fue un enfrentamiento armado entre progresistas y unionistas. Se batalló por las calles de Madrid e incluso se cañoneó el Congreso de los Diputados. Isabel II acabó llamando a Narváez y a su partido moderado en octubre. El General dio serenidad a la política, pero su mente le seguía torturando. No solo le maltrataba su cabeza, sino también Isabel II y su vida alegre.

Al borde de la depresión, Narváez reunió a su círculo íntimo. Ahí estaban Joaquín Osorio -que murió asesinado en el Palacio Real en abril de 1857-, Pedro José Pidal –a punto de ser enviado como embajador a la Santa Sede con el rancio de Pío IX–, y el general Juan Zavala -a lo suyo-. «Chicos, no me encuentro bien», dijo Narváez. Todos temblaron porque era el aviso habitual antes de una espantada a Loja, en Granada. «La Reina se cartea con Puigmoltó, un imbécil que va diciendo que tiene un ‘‘affaire’’ con ella. El rey es un pintas que solo quiere vengarse de su mujer y dinero. No sé si antes lo uno o lo otro. Y luego están O’Donnell, Serrano y Ríos Rosas, que tienen nombres de calle pero quieren mando en plaza. ¿Y qué decir de los progresistas? Unos tarugos indecentes». Narváez se dejó caer en un sillón. Las gotas de sudor resbalaban por su calva como los esquiadores de los saltos de Año Nuevo. Sus manos temblaban como si sujetaran una coctelera, y sus ojos estaban marchando a la sección de objetos perdidos. «¿Por qué no te animas, Ramón, –dijo Joaquín Osorio–, con un cambio de imagen? Por ejemplo, un bisoñé». «¿Un qué?», preguntó el presidente calvo. «Un añadido, un postizo, un…», apostilló Zavala dando vueltas a su cabeza con la mano derecha como si espantara moscas. «¿Un peluquín? –inquirió el alopécico Narváez con media sonrisa–. No se hable más. Que venga el mejor peluquero de la corte».

Cita borrascosa

En esto llegó alguien importante de Turquía. No, no era para un injerto de pelo en la calva de nuestro presidente, sino el embajador plenipotenciario del Imperio Otomano, donde no se ponía el sol porque estaba ocupado en otras cosas. Kerho Efendi, el diplomático turco, era un tipo muy serio. Había estado en la conferencia de paz en París que puso fin a la guerra de Crimea en 1856. Turquía quería su lugar en el mundo y pensó abrir legaciones en algunos países europeos, como España.

Kerho llegó en marzo de 1857 acompañado de un séquito compuesto por hombres y mujeres llegados desde el país asiático con trajes de colores llamativos, caballos y plumas. Habían preparado la audiencia con el presidente del Gobierno español con minuciosidad. «Mire, Efendi, este es Narváez en una fotografía reciente», dijo el secretario otomano. Kerho sujetó el retrato de un hombre calvo para memorizar sus facciones y facilitar la comunicación. Al llegar al ministerio, el turco fue recibido con honores, atravesó los pasillos y llegó al despacho de Narváez. Ambos quedaron mirándose como en una primera cita borrascosa. «Vengo a hablar con el general Narváez», dijo el embajador turco. «Soy yo, señor», contestó el español. «No, señor, Vd. no es Narváez –repuso Kerho, que tenía nombre de champú–, porque Narváez es calvo y Vd. tiene pelo, y que yo sepa no ha visitado Turquía para un arreglo». «Ah, entiendo», contestó para a continuación sacarse el peluquín como se descorcha un bombín. El embajador abrió los ojos y quedó complacido. Era Narváez, sí.