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historia
¿Murió envenenado el hijo de Napoleón?
«El Aguilucho» ha pasado a la posteridad con el título de rey de Roma

El 22 de junio de 1815, Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, puso fin al Gobierno de los Cien Días y abdicó desesperadamente en su hijo de apenas cuatro años, mientras se formaba otro Gobierno provisional con Fouché, Carnot, Quinette y los generales Grenier y Coullaincourt. ¿Quién era en realidad el pequeño y rubicundo Napoleón François Joseph Charles Bonaparte para que su atribulado padre, el hombre más poderoso de principios del siglo XIX, le confiase nada menos que las riendas de todo un imperio?
Al nacer, el pequeño Napoleón recibió el título de rey de Roma con el que pasó a la posteridad, convirtiéndose en príncipe imperial como primogénito del emperador mientras sus detractores le motejaban con desprecio «L’aiglon» («El Aguilucho»), convencidos de que jamás llegaría a volar tan alto como las águilas, sino como una sencilla ave de corral.
Dicen que a los perdedores se les conoce ya en la línea de salida, y en el caso del pequeño Napoleón resultó ser cierto: sus partidarios le proclamaron nuevo emperador el 7 de julio de 1815, pero jamás llegó a ejercer como tal debido a que residía entonces en la corte de Viena con su madre desde que a su padre se le desterró a la isla de Elba. Poco después, Luis XVIII restauró en el trono a los Borbones de Francia.
Reeducado en Viena bajo la supervisión del canciller Metternich, se desvinculó de su linaje bonapartista para identificarse con los Habsburgo y lucir con orgullo su nuevo título de duque de Reichstadt hasta su prematura muerte.
Precisamente ésta, dio rienda suelta a la leyenda. Circularon así los más extraños rumores sobre el desvanecimiento fatal. Incluso llegó a publicarse en «Le Temps», el 24 de julio de 1832, que el duque de Reichstadt había sido envenenado. Tan extendida llegó a ser esta versión, que el rey de Baviera preguntó al embajador austríaco acreditado cerca de la Confederación germánica: «¿El duque de Reichstadt ha fallecido de muerte natural?». Convencido de la impertinencia de su pregunta, el monarca se apresuró a disculparse: «Comprendedme bien: como hay en Francia dos partidos interesados en su muerte, me pregunto si alguien ha atentado contra el hijo de Napoleón...».
Respeto al duque
El autor anónimo del opúsculo «Revelaciones sobre la muerte del duque de Reichstadt», publicado por Delauney en París al año siguiente de la muerte de «El Aguilucho», reflexionaba así sin tapujos: «Respecto a la muerte del duque de Reichstadt, unos por ignorancia, y por lo tanto el mayor número, decían en voz alta que había sido envenenado. Los otros, más tímidos, sin atreverse a hablar de venenos, sospechaban también que su muerte no había sido natural. Cierta facción menos numerosa y menos vulgar consideraba, en cambio, que no había existido un joven mejor asistido que el príncipe y que su muerte había sido consecuencia de su desordenada vida [...] Una camarilla médica, difusora de escándalos, ha señalado al doctor Malfatti como un envenenador y, en ausencia de mejores argumentos, le ha condenado por su silencio».
Este autor anónimo, sin recurrir al seudónimo, manifestaba a continuación que, tras entrevistarse en privado con el doctor Malfatti, éste defendió a capa y espada su inocencia: «En este punto me declaró que el duque de Reichstadt unía a su temperamento linfático una afección herpética muy intensa. Esta enfermedad de la piel, que consideraba propia de su débil constitución, había sido, según Malfatti, todo su mal y por lo tanto la única causa de su muerte. En efecto, siguiendo con atención la historia de esta afección cutánea, se llega sin esfuerzo a la afectación final de los pulmones. Pero, según la opinión extendida entre el populacho, se dice que durante toda la enfermedad del duque, Malfatti iba siempre con el veneno en la mano y que había sometido a su paciente a un tratamiento cuya influencia homicida calculó fríamente durante dos largos años. Malfatti habría dividido así en esos dos años los días en que su enfermo debía someterse a la acción del veneno, de modo que cada veinticuatro horas sustraía el uno por ciento de su existencia. Tal acusación no merece ni tan siquiera ser refutada».
Por fortuna para Malfatti, no todos le consideraban un asesino. El preceptor militar del príncipe, el general Hartmann, dejó escrita una carta el 17 de julio de 1832, conservada en los Archivos de la familia Attingen-Wallerstein, que dice así: «Bien sabéis que ellos [los médicos] han declarado por unanimidad que todo lo que Malfatti ha hecho es correcto conforme a la enfermedad del príncipe».
Pésimo profeta
Desde el primer aliento de vida, la delicada salud del reyecito mantuvo a su padre en vilo, pero los temores acabaron disipándose a juzgar por una carta del propio Napoleón Bonaparte a su antigua amada Josefina, interceptada providencialmente para la Historia: «Amiga mía –escribía el emperador, esperanzado–: He recibido tu carta, la cual te agradezco. Mi hijo está hermoso y con buena salud. Espero que llegará al final. Tiene mi pecho, mis ojos, mi boca: confío en que cumplirá su misión». Pero todo eso no eran más que efluvios pasajeros, puesto que la salud del heredero de Napoleón Bonaparte empezaría a resentirse sin remedio a la temprana edad de 17 años. Su crecimiento fue tan fulgurante, que sus órganos y en especial su pecho no se desarrollaron con la armonía que debieran, acentuándose así su gran debilidad. Si algo quedó demostrado al final era que Napoleón era un pésimo profeta.
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