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Historia

Napoleón, emperador en librerías

La historiadora Ruth Scurr ha dedicado una semblanza que destapa todas las sombras de esta figura, que parece que nunca pasa de moda, y que se añade a una ingente número de títulos sobre su vida y su carrera militar

Retrato de Napoleón Bonaparte
«Napoleón cruzando los Alpes» (1801 y 1805), obra del pintor Jacques-Louis David y uno de los cuadros más célebres del militar y político francésLa Razón

Con Napoleón I Bonaparte, el general republicano durante la Revolución francesa y el Directorio que dio un golpe de Estado que lo convirtió en primer cónsul de la República, en noviembre de 1799, se asomaba un siglo XIX que no iba a ser menos convulso que el anterior, que vio cómo la iluminación del pensamiento fue sustituida por la oscuridad de las armas. Joseph Roth, en su novela «Los cien días» (Pasos Perdidos), retrató certeramente la figura de un Napoleón I de Francia que acababa de regresar de su exilio en la isla de Elba en 1815 y que, durante ese tiempo de la Restauración, se preparaba para Waterloo, de fin aciago para él. Era el Napoleón que se vía aclamado por los parisinos y que, aún a día de hoy, despierta pasiones históricas y detracciones sin cortapisas: «El mundo entero conocía el nombre del emperador, pero pocos sabían algo de él. Pues, al igual que un rey verdadero, era también un solitario. Era amado y odiado, temido y venerado y, raras veces, conocido tal como era. Solo se le podía odiar, amar, temer, adorar, como si fuera un dios, pero era un hombre».

En la actualidad, uno de los que más sabe sobre este hombre es Patrice Gueniffey, que publicó un descomunal «Bonaparte 1769-1802» (Fondo de Cultura Económica) hablando, ya desde la introducción, de «un mito, una leyenda; mejor aún: una época. La ha llenado con su nombre de una manera tan completa que él y su tiempo difícilmente pueden vivir separados». Se trata, del perfil de un hombre contradictorio, tan temerario como emprendedor. Por eso Roth lo definía como débil y fuerte, fiel y traidor, apasionado e indiferente… Todos los extremos de la personalidad humana se encarnaron en Napoleón, y a su vez se reflejaron en sus ideas. Gueniffey lo presentaba como intérprete de todos los personajes: patriota corso, revolucionario jacobino, monárquico moderado, conquistador, diplomático, legislador, dictador republicano y monarca constitucional… El historiador nos traía sus años de infancia, el traslado a Francia y el aprendizaje militar, el impulso revolucionario, las triunfales labores militares en Italia y Egipto, la intervención en la Revolución y el hecho de erigirse como cónsul vitalicio.

De la admiración al odio

Admirado como general –para Wellington, fue el mejor de la historia– y vilipendiado por llevar a la muerte a miles de jóvenes, aquel que se coronó a sí mismo como emperador en 1804 ha ido recibiendo una atención proporcional a su soberbia: su importancia se hace más relevante a partir de sus errores y abusos de poder; y así, sus acciones y pensamientos adquieren un atractivo mayor a medida que el arte o la literatura lo interpretan, ya sea a través del cine, como en el filme de Paolo Virzì «N, Napoleón y yo», en el que un maestro se obsesionaba con matarlo, o por afirmaciones de propia familia, caso de la psicoanalista Marie Bonaparte, que dijo de su tío bisabuelo: «¡Qué monumental asesino!».

El código de Napoleón suprimió los derechos civiles reconocidos por la Revolución: divorcio, igualdad ante la herencia o mayoría de edad, de tal forma que su huella dejó un retroceso en los derechos de las mujeres. Esto no sería óbice para recibir el elogio femenino, en particular de una dama de palacio que convivió estrechamente con la pareja Napoleón-Josefina y que pudo conocerse mediante «Las guerras privadas del clan Bonaparte» (Arpa). Se trata de las memorias de Madame de Rémusat, que fue la conversadora predilecta del emperador: «Cenábamos solos él y yo y entonces me hablaba de una infinidad de cosas. Se refería a su propio carácter y se lamentaba de haber sido siempre melancólico, mucho más que sus camaradas de todas clases», se lee en este libro que se publicaría tras la muerte de su autora, en 1821.

Antes, en 1817, Henri Beyle (cuando aún no usaba su seudónimo, Stendhal), había empezado a pergeñar una biografía de Napoleón –cuando este estaba en el exilio en Santa Elena–, para la que había reunido materiales y en la que quería reseñar sus hazañas; más adelante, en 1832, escribiría unas memorias del militar que se centraron en el símbolo que supuso el personaje, afirmando que aborrecía al tirano toda vez que adoraba su grandeza. El crítico Ignacio Echevarría dijo a este respecto que «nadie como Stendhal captó de manera tan certera el modo en que la figura, las conquistas y el destierro de Napoleón encendieron la imaginación de al menos dos generaciones de europeos, transformando en no pocos casos la relación con su propio destino».

Desterrado en su jardín

Ahora, se añade a todos estos libros citados una gran biografía, «Napoleón. Una vida entre jardines y sombras» (traducción de David León), de Ruth Scurr, que enseña Historia y Política en la Universidad de Cambridge. Esta estudiosa es toda una garantía de rigor histórico; no en vano, con su primer libro, sobre Robespierre y la Revolución Francesa, ganó el Premio Literario de la Sociedad Franco-Británica, entre otros reconocimientos. Esta vez, Scurr se sumerge no sólo en la trayectoria política de este hombre poderosísimo y en sus acciones militares, sino también en el personaje que amó la naturaleza. Y es que, ciertamente, se hallan jardines en torno a su vida de forma habitual: los olivares de su infancia en Córcega, los jardines y las casas de fieras de Josefina en París, los jardines de El Cairo, Roma y Elba, el jardín amurallado de Hougoumont en la batalla de Waterloo o el jardín de Napoleón en Santa Elena.

La autora propone una biografía innovadora con un protagonista que, de niño, se muestra inteligente en su natal Córcega, y al que, en efecto, «al principio y al final de su extraordinaria vida, la jardinería le ofreció un refugio frente a las frustraciones». Este amante del cultivo de las plantas, en el tiempo de su destierro, «por consejo de su médico, creó un jardín de gran complejidad cuyos senderos, situados por debajo de la superficie de plantas, lo ayudaban a evadir la vigilancia de los guardias británicos». De repente, el todopoderoso hombre parecía más un jubilado dedicado a una afición que un antiguo líder decidido a dominar el continente. Lejos quedaba el Bonaparte que, según Chateaubriand, como dijo en el capítulo de sus memorias en que lo comparaba con George Washington, que este respondió a la democracia mientras que Napoleón pasó por encima de ella. En 1822, el narrador francés afirmaba que el emperador sólo persiguió crearse fama: «Inclinado sobre el mundo, derriba con una mano a los reyes y con la otra abate al gigante revolucionario; pero, al aplastar la anarquía, ahoga la libertad, y termina por perder la suya en su último campo de batalla». A sus ojos Napoleón traicionó a su pueblo: «Los hombres no fueron a sus ojos sino un medio de poder: ninguna afinidad se estableció entre su felicidad y la suya; había prometido liberarlos, y los encadenó; se apartó de ellos y ellos se alejaron de él», decía, decepcionado.