"Vidas intrépidas"

Tiburcio de Redín, el soldado más tremendo de los tercios

De las trincheras de Flandes a los bajos fondos de Madrid. En “Vidas intrépidas”, el especialista en los tercios Julio Albi de la Cuesta nos pone en la piel de aquellos hombres que componían los célebres y temibles tercios.

"Don Tiburcio de Redín" (ca. 1635), óleo sobre lienzo atribuido a fray J. Andrés Rizi
"Don Tiburcio de Redín" (ca. 1635), óleo sobre lienzo atribuido a fray J. Andrés RiziMuseo del Prado

Un militar insolente, con aires de bravucón y mostachos engarfiados. Tiburcio de Redín nació en Pamplona en 1597, de Carlos, señor de Redín y barón de Bigüezal y de Isabel Cruzat, «de nobilísima sangre», mujer de gran carácter a la que su prole temía más que «a numerosos escuadrones». Parece que, al igual que tantas otras, la familia poseía más blasones que dineros.

Muy joven marchó a Italia, con la intención de servir junto con su segundo hermano, Miguel, ya veterano de Flandes y de Larache y que entonces mandaba compañía en Milán. A finales de 1619, Tiburcio volvió a su país para emprender una nueva fase de su carrera. Siguiendo la estela de su hermano Miguel, pero siempre un paso detrás, debido a su menor edad, su destino durante los siguientes años se desarrollaría en el ámbito naval, en la Carrera de Indias.

En 1628 Redín había acumulado ocho años en la Armada, sirviendo a las órdenes de jefes tan prestigiosos como Antonio de Oquendo, Fadrique de Toledo, Tomás de Larráspuru o Lope de Hoces y ascendiendo a capitán de mar y guerra efectivo. Tras varias empresas en el Mar Caribe que lo llevaron de San Cristóbal y Nieves a la isla holandesa de San Martín, don Tiburcio regresó a España. Su reputación estaba hecha. A su regreso, Felipe IV no solo le concedió una audiencia, sino que en el curso de la misma le entrega una cadena de oro que llevaba puesta.

Pero un asombroso suceso puso término a todos esos choques de personalidades; tras dos meses de preparación, el 26 de julio de 1637, el barón de Bigüezal tomaba el hábito de novicio de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, en la que cambiaría su nombre a fray Francisco de Pamplona.

La drástica decisión causó general estupor, no solo por lo brusco del cambio, de una condición a otra tan opuesta, sino por las particulares características del futuro hermano lego. Lo cierto es que tenía un temperamento endiablado. El marqués del Amparo, descendiente suyo, le describe como «iracundo». También es retratado como «libertino, jugador, camorrista, burlador de la justicia, pendenciero, despótico con los inferiores, altanero con los iguales, irreverente con los superiores». De «hombre tremendo y desbaratado» le calificó un mesonero, que sufrió sus iras.

El Madrid de la época era un adecuado escenario para alguien como Redín, con sus quinientas tabernas y con sus «continuos lances, robos, cuchilladas, asaltos, baraterías, atropellos, heridas y muertes». Es fácil imaginar a don Tiburcio, quizá acompañado por una caterva de compinches, con su paso militar y, parafraseando a Quevedo, la capa caída, calado el sombrero con la falda alzada, embozado, abierto de piernas y «mirada zaína», haciendo la rúa por la calle Mayor, calibrando a las «damas del tusón y medio ojo tapado» y a las señoras de ringorrango que la frecuentaban.

Los autores que se han ocupado de su vida no han dejado constancia de duelos, pero con su manera de ser, necesariamente tuvo que haberlos tenido. Se sabe, en efecto, que «no había mayor festín para don Tiburcio que hallarse en una refriega de cuchilladas», pero con una especialidad: «no había rato para él más gustoso que andar a cuchilladas con los alguaciles».

Sus «arrojos» se hicieron conocidos y le llevaron a abandonar alguna vez una ciudad para escapar a la justicia. Perpetró desmanes por mar y tierra; una vez, cuando intentaba echar la siesta en la cubierta de un barco, dos soldados se enzarzaron en una disputa, impidiéndole dormir. Se dirigió contra uno de ellos, daga en mano, que, aterrado, se arrojó al agua. De nada le sirvió, Redín se lanzó tras él y, entre las olas, le acuchilló.

Era tal su fama que se le atribuyeron fierezas apenas verosímiles. Una de la más sonadas fue la que se habría permitido contra el propio conde duque de Olivares, porque se demoraba en entregarle una documentación que necesitaba. Se dijo que le esperó en las Cuatro Calles, en Madrid, cuando iba a visitar las obras del Buen Retiro. Abrió la portezuela de su carroza y expuso sus agravios al pasmado valido.

En la vida religiosa, fray Francisco mostraría la misma inclinación al exceso que había exhibido don Tiburcio «en el siglo», como se decía. Desde luego, alguien como él no se podía resignar, ni con coleto ni con sayal, a la mediocridad. De ahí que en 1645 se embarcara como misionero para el Congo, que en 1647 lo hiciera para el Darién y, en 1650, para las islas de Barlovento. Falleció en La Guaira un año después, vencido por tan malsanos lugares, frente al mar en el que había peleado de joven y en el que había muerto su hermano.

Su vida entera fue desorbitada.

Julio Albi de la Cuesta desgrana la vida de los tercios en este volumen
Julio Albi de la Cuesta desgrana la vida de los tercios en este volumenDesperta Ferro

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