Un pasado mítico

El toro, animal de leyenda

La figura del astado es inseparable de la actual noción de España, pero su leyenda va mucho más allá de nuestras fronteras y nuestra época

La presencia del Minotauro es fundamental en el espectáculo que presenta Dimitris Papaioannou en la sala grande de los Teatros del Canal
En "Transverse orientation", Dimitris Papaioannou sorprendió a todos con su toroJulian MommertFestival de Otoño

En el principio fue el toro blanco nacido del mar, de las olas encrespadas del Mediterráneo. Hay quien dice que era un gran dios metamorfoseado en un hermoso animal el que raptó a una doncella en las costas de Asia para fundar un ínclito linaje en la vieja Creta. Pero también que el toro sagrado se encarnó en las costas de la Iberia occidental, donde representa el gran animal totémico de los pueblos prehistóricos del mar central eurasiático, frente al ciervo, que es el de los pueblos de tierra glacial y montaña adentro: huelga decir que en nuestros lares coincidieron ambos animales simbólicos, ciervo y toro, en un culto inmemorial. Desde Creta o Grecia –por no ir más al Oriente– se atestigua el culto milenario que se ve en los palacios cretenses y en los frescos del salto del toro, con lidias arcaicas y festividades, con mitos como el del Minotauro, hijo de la reina Pasífae y el toro sagrado.

De un lado al otro del Mediterráneo el combate primordial con el animal telúrico por excelencia y guardián de toda la potencia de la naturaleza y de la madre tierra –el laberinto como útero– supuso un caudal inagotable de leyendas. El viejo solar hispánico está poblado de toros, desde los legendarios rebaños de Gerión, que tuvo que robar, como uno de sus trabajos, el gran Hércules después de domeñar en su Hélade de procedencia a otro inmenso toro, el de Creta. También los pueblos celtas de Europa veneraron al gran toro, como se ve en el robo del toro de Cuailnge de las sagas irlandesas con Cúchulainn buscando al Blanco Cornudo, o el Tarvos Trigaranus de los galos, con sus tres misteriosas astas. En la península Ibérica, como en la balcánica, en los dos extremos del Mediterráneo, la lucha contra el toro se convirtió en símbolo primordial: el ser humano frente a las divinidades de la naturaleza. El cruce hispano entre celtas e iberos potenció si cabe más la dimensión mítica del toro.

Animal favorito del arte rupestre hispánico, desde los bisontes de las cuevas del norte de España, el toro ha transitado por el imaginario hispánico en directa sucesión. Desde Altamira, hay grandes bóvidos de la era glacial, y toros frente a «pasífaes» hispánicas en cuevas del Maestrazgo y Levante, como la mujer de La Vacada. O toros en «saltos» casi cretenses, como el de Cingle de la Gasulla. Investigadores como Caro Baroja (1944), Álvarez de Miranda (1962), Blanco Freijeiro (1962) o Cerdá (1976) han estudiado la remota antigüedad del toro como elemento religioso en la península ibérica. Las pinturas atestiguan bailes rituales con especial presencia femenina o de hombres transformados en toros o en híbridos, como minotauros. Qué decir de los toros de piedra, abundantes en toda la península, como los de Guisando, Cabeza del Lucero, Beja o Écija. Hay también teriántropos como el dios-toro rupestre de Reno Molero. O, ya en época histórica, el muy conocido ejemplo de la «Bicha de Balazote», esfinge taurina íbera, con cuerpo de toro, cabeza de hombre barbudo y pequeños cuernos y orejas de toro, que recuerda acaso a los monumentales lammasu o shedu de Mesopotamia. Pensamos también en los toros representados en Termancia y Numancia, con vasos decorados por toros surrealistas y emblemas solares.

Acompaña el toro numerosos ejemplos de arte funerario prerromano, como las estelas celtibéricas procedentes de Clunia, que han sido esgrimidas como resto de ese primordial culto o juego del toro ya en época de contacto con Roma. Se ve en los bajorrelieves jinetes con escudo redondo y una lanza, a modo de picador o caballero, y un toro atacado por lobos o perros. Los escudos adicionales que a veces hay pueden aludir a los enemigos vencidos por el difunto guerrero, en las estelas que se conservan en Burgos o Madrid, y en otro bajorrelieve famoso, perdido, pero cuyo dibujo se conservó, aparecía un famoso matador «avant la lettre».

Ante los juegos del toro del arte rupestre o de los pueblos prerromanos que abundan en la península casi viene naturalmente al recuerdo el fresco del arte minoico de la llamada «taurokathapsia» y otros ritos de sacrificio del toro como los del mitraísmo que, procedentes del mundo iranio, cundieron en época romana por todo el Mediterráneo fundiéndose con ritos preexistentes (en España, célebres mitreos fueron los de Tarragona, Lugo y Mérida). Los defensores del antiguo rito de la tauromaquia, una reliquia que milagrosamente sobrevive hoy en partes de Europa y América, quieren remontar su estirpe a estos ecos históricos: desde «el salto del toro» cretense a los grabados taurinos de Goya hay un largo recorrido. Pero en el fondo, posiblemente, tengan razón.