Cargando...
Sección patrocinada por

historia

Un belén como la vida misma

Más allá de polvorones y turrón, la celebración del 25 de diciembre se remonta al siglo IV manifestándose con actos litúrgicos y autos sacramentales

Última hora La Razón La RazónLa Razón

Los Evangelios de Mateo y Lucas cuentan cómo Jesús de Nazaret nacía en un pesebre a las afueras de la ciudad de Belén, donde sus padres, María y José, habían ido a inscribirse en el censo. Sin embargo, no mencionan la fecha exacta del nacimiento, cuya época deducimos por las alusiones a Herodes el Grande (37-4 a.C.), rey de Judea, Galilea y Samaria vasallo de Roma. En los Evangelios se menciona que los pastores que reciben el anuncio del ángel tienen los rebaños al aire libre, por lo que difícilmente la fecha de la Natividad correspondería al periodo invernal tal y como se celebra en la actualidad. En el año 221, el historiador Sexto Julio Africano publicó su «Chronographiai», una colección de cinco libros en griego considerada como la primera obra sincrónica del pueblo griego y judío desde la Creación. En uno de esos libros establecía que la fecha de la Natividad correspondía con el 25 de diciembre, día en el que en todas las partes del Imperio se celebraba la fiesta del Sol Invictus, interpretada por los romanos como el solsticio de invierno y el fin de las Saturnalia. Estas fiestas se celebraban entre el 17 y el 23 de diciembre a la luz de velas y antorchas ya que era el periodo con menos luz del año y en ellas se celebraban banquetes y se intercambiaban regalos.  

Pero los cristianos en ese periodo eran perseguidos y su religión no fue permitida hasta el Edicto de Milán promulgado por el emperador Constantino en el 313. Catorce años más tarde, el papa Julio I recuperaba la fecha mencionada por el Africano y establecía la fecha de la Natividad el 25 de diciembre separándola de la Epifanía, como solía ser celebrada, y sustituyendo así la celebración pagana del Sol Invictus.

La elección de la fecha no fue una casualidad, ya que así se fomentaba una política de conversión más adecuada a los nuevos rumbos del Imperio tras la conversión de Constantino. La implantación y desarrollo del cristianismo en los diferentes reinos altomedievales existentes en el solar de Europa tras la caída de Roma dio lugar a diferentes expresiones litúrgicas asociadas a la Natividad. En el caso hispano, el oficio de la Natividad se recoge en el «Antifonario de la Catedral de León», un texto litúrgico del siglo IX que pudo ser copiado de un documento previo y que se utilizaría hasta la llegada de la liturgia gregoriana a finales del XI que sustituiría mayoritariamente a la hispana.

Si bien las misas fueron frecuentes, las devociones populares fueron alimentadas por los autos sacramentales, dramas litúrgicos que representaban los misterios de Cristo, siendo uno de los más antiguos el «Auto de los Reyes de Magos» (1145) encontrado en un códice del Cabildo Catedralicio de Toledo, donde se recoge la tradición de la adoración de los Reyes Magos que sería representada por los clérigos toledanos en las fiestas navideñas. Estas representaciones siguieron a lo largo de toda la Edad Media; así, a mediados del siglo XV el dramaturgo palentino Gómez Manrique (1412-1490), tío de Jorge Manrique, escribió el «Auto del nacimiento de Nuestro Señor», una obra para ser representada en el Monasterio de Santa Clara de Calabazanos (Palencia) en el que su hermana era vicaria y en el que se sigue representando en nuestros días. En Castilla no había una tradición material del misterio.

Fue en la misa de Navidad de 1223 cuando San Francisco de Asís organizó por primera vez un belén viviente con los feligreses del pueblo italiano de Greccio; e introduciendo el buey y la mula que aparecen en los textos del profeta Isaías. Pronto, estas figuras vivientes pasaron a ser representadas en madera y terracota, siendo posiblemente uno de los belenes más antiguos conservados el de San Giovanni Carbonara en Nápoles con figuras de mediados del XIV.

En España, el belén más antiguo que tenemos hoy es de la antigua Iglesia de Santa María de los Ángeles, de Palma de Mallorca, al que los investigadores atribuyen la autoría de Alamanno, un autor napolitano de finales del siglo XV. Muchos monasterios y aristócratas tuvieron sus propios pesebres napolitanos, como el donado en el siglo XVII por los condes de Lemos, virreyes de Nápoles, al monasterio de Clarisas de Monforte de Lemos; o el belén del Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. Estos pesebres contemplaban el misterio de manera sobria alejados de la viveza de la tradición de la sociedad napolitana, donde lo sagrado y lo profano convivían en armonía y de la que fue partícipe Carlos III durante sus 25 años de reinado de las Dos Sicilias (1734-1759).

En Nápoles, los belenes ocupaban lugares destacados en las villas nobles y burguesas. Comenzado diciembre, «montar el belén» suponía toda una fiesta social en la que todos participaban y se representaban, como hizo Carlos III en el palacio del Buen Retiro de Madrid en la Navidad de 1760. Arquitectos, pintores de cámara y operarios de palacio montaron un belén con panaderos, pescaderos, pastores y reyes con telas de San Lucio y paisajes con ruinas como las de Pompeya y Herculano cuyas excavaciones había patrocinado el monarca. Continuó esta costumbre con su hijo Carlos IV, encargando figuras a importantes escultores como Roberto Michel, José Esteve o José Ginés. En total, 5.900 personajes de los que solo se conservan 89 y que fue completado gracias a los esfuerzos de Patrimonio Nacional.