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John Ford, el hombre que mató más indios que Custer

Reeditan el reportaje y entrevista que Peter Bogdanovich dedicó en los 60 al mítico director de «western», que arroja luz sobre su tremenda personalidad, su amor por los navajos, su odio a los productores «y a todo el dinero»

John Ford (derecha) y su actor fetiche, John Wayne (izquierda), en una imagen de 1971. Juntos rodaron 20 películas
John Ford (derecha) y su actor fetiche, John Wayne (izquierda), en una imagen de 1971. Juntos rodaron 20 películaslarazon

Reeditan el reportaje y entrevista que Peter Bogdanovich dedicó en los 60 al mítico director de «western», que arroja luz sobre su tremenda personalidad, su amor por los navajos, su odio a los productores «y a todo el dinero».

Empezaré este artículo en primera persona, esa cosa tan impúdica, tan poco «fordiana». Pero la anécdota lo vale. Sábado por la tarde, plaza de Olavide, café, cigarro, y un calor propio de Monument Valley. Leo «John Ford» de Peter Bogdanovich (Hatari). Preparo este reportaje. Un grupo de amigos ha quedado en este lugar y se topan conmigo. «¿Qué lees?», pregunta uno. «¿John Ford? ¿Quién es?». «Un director «cipotudo»», aclara otro. Es decir, alguien con tendencia exagerada a la exaltación de lo viril; por extensión, un racista, un machista y el gallito del corral. Un hombre de las cavernas. De vuelta casa, reflexiono: ¿Por qué en pleno siglo XXI tenemos que seguir revisitando, admirando y reivindicando el cine de un hombre que mató (figuradamente) indios a mansalva, que gastó más munición que en cien O.K. Corral, que llenó la pantalla de irlandeses dipsómanos y mujeres (véase «El hombre tranquilo») que no solo ponían la dote sino que exigían que su esposo bebiese más que el vecino, pelease mejor que su padre y la arrastrase por los pelos hasta el domicilio conyugal? Igual que pasa con tantos otros, subsumidos por el tsunami de lo políticamente correcto, del nulo perspectivismo histórico, a John Ford hay que defenderlo de su leyenda y de sus estereotipos.

En 1964, fecha del primer encuentro entre Peter Bogdanovich y John Ford, este último ya iba camino de ser una especie de antigüalla. Refractario a toda pretensión –«Mi nombre es John Ford y hago películas del Oeste»–, se empeñaba en ser artesano antes que artista y abjuraba de esos chicos de Nueva York que se volvían locos con los juegos de cámara: «Nunca he pensado en lo que estaba haciendo en términos de arte o ''esto es estupendo'' o ''de importancia mundial''. Para mí siempre se trató de un simple trabajo, que exigía mucho esfuerzo y con el que disfrutaba inmensamente». Y, sin embargo, elevó el cine a la enésima potencia con un clasicismo absoluto. Una vez le preguntaron por Ingman Bergman, el Autor con mayúsculas en aquellos años 60. «¿Ingrid?», preguntó. Solo más tarde cayó en la cuenta: «Ah, te refieres al tipo que dijo que yo era el mejor director del mundo». Otro genio poco sospechoso de condescender con la industria, Orson Welles, admitía haber visto cien veces las películas de Ford antes de lanzarse a componer «Ciudadano Kane». El cine era, en sus palabras, tres cosas: «John Ford, John Ford y John Ford». «Sabe de que está hecha la tierra», alegaba.

Para Bogdanovich no hay nadie por encima: «Sus mejores películas no tienen caducidad. Tiene la talla de las leyendas y el alma del mito». Ya sean sus famosos westerns («Centauros del desierto», «La diligencia», «El hombre que mató a Liberty Valance») como sus extraordinarias cintas de otros temas: «Las uvas de la ira», «¡Qué verde era mi valle!», «El hombre tranquilo»... «Ha contado la epopeya americana en términos humanos y le ha hecho cobrar vida», asegura. Sus personajes, que fracasan en el éxito o se erigen gloriosamente sobre su fracaso, están transidos de poesía, melancolía y verdad.

Simpatía por el forastero

Cuando Ford habla del Oeste, por lejos que nos resulte, siempre podemos encontrar un punto de agarre con el presente. «Las simpatías de Ford han estado siempre con el forastero, con el desposeído», continúa Bogdanovich. Por eso Ford (¡ese fascista!), que era consciente de lo que el público y los estudios querían, supo pese a todo dar su lugar y su dignidad a los negros («El sargento negro»), los vagabundos («Las uvas de la ira») y los indios («El gran combate»): «He matado más indios que Custer, Beecher y Chivington juntos y la gente de Europa quiere siempre saber cosas de ellos. Toda historia tiene dos versiones. Seamos justos: los hemos tratado muy mal y es una mancha en nuestro historial». Fue capaz de apelar a la épica pero sin cerrar los ojos a la mentira que subyace en toda leyenda («El hombre que mató a Liberty Valance») y, a pesar de ser el clásico por antonomasia, supo transgredir las propias reglas formales del cine.

Pero, por encima de todo, era una personalidad excepcional, un irlandés de tronío. «Coge todo lo que hayas oído decir, multiplícalo por cien, y seguirás sin tener idea de cómo es», decía James Stewart. Él también sufrió esa forma de ser «ariscamente amistosa» de este hombre con pañuelo, gorra y parche en el ojo sobre unas gafas de culo de botella. A Bogdanovich le intentaron quitar de la cabeza la entrevista que estaba persiguiendo. John Ford no daba entrevistas. Pero le cayó en gracia y logró sacar adelante un reportaje en «Esquire» sobre el rodaje de «El gran combate» y una entrevista que son la base del libro que reedita ahora Hatari. El director, que dio mucho dinero a las «majors», que ahorraba en película como nadie (en parte para que los montadores de Nueva York no tuviese material que cortar), era un ácrata: «Despreciaba enormemente todo tipo de autoridad; a todos los productores, a todo el dinero», recordaba Robert Parrish. El primer día de rodaje de «El delator», reunió al equipo y les dijo: «Mirad bien a este tipo. Este es Cliff Reid, el productor. Miradlo ahora porque no lo vais a volver a ver hasta que esté terminada la película».

Sus padres, venidos de Irlanda, se habían casado ya en Estados Unidos. El joven Jake (como le conocían) entró en el cine de la mano de su hermano. Hizo de especialista, carpintero, atrecista y extra en «El nacimiento de una nación», hasta que un golpe de suerte le puso la cámara en las manos. Antes de 1924 ya había hecho 35 largometrajes mudos. En ellos están los condimentos de su cine y sus míticos personajes. Rodaban carreras a caballo y trifulcas sin efectos especiales. La propia gente que había conocido el Salvaje Oeste lo asesoraba, conoció a Wyatt Earp. Pronto se ganó fama de tipo duro y trabajó para todas las grandes firmas. Ganó siete premios de la Academia y rodó en blanco y negro y en color, a 45 grados o a -20, con o sin dinero, con o sin guión. Incluso la guerra: en Midway y en Corea. Amó a los indios, pese a contar su arrinconamiento, su exterminio: «Son un pueblo muy digno, incluso cuando son derrotados». Y, ante todo, hizo sonrojar a toda la nobleza de Hollywood con sus rapapolvos, sus salidas de tono, sus miradas admonitorias. «Pero es que cuando el señor Ford te insultaba o atacaba, sabías que le gustabas», alega Bogdanovich.