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Sevilla

La gran reina de Cifesa, el Hollywood español

La gran reina de Cifesa, el Hollywood español
La gran reina de Cifesa, el Hollywood españollarazon

Durante muchos años, antes de que Aurora Bautista irrumpiera con su magistral interpretación de Juana la Loca, Amparo Rivelles fue la reina indiscutible de Cifesa. Hija y nieta de grandes actores valencianos, Amparito Rivelles debutó en el teatro a los 14 años en la compañía de su madre, la insigne actriz María Fernanda Ladrón de Guevara, y al año siguiente en el cine en un papel de niña en «Mary Juana» (1940). Hablar de Cifesa, la mítica productora valenciana, es tanto como decir que ella sola era el Hollywood español. Aunque su fundación es anterior a la guerra civil y tras el 18 de julio se dividió en tres productoras, dos republicanas, la de Valencia y Madrid, y la de Sevilla, que apoyó el levantamiento militar, fue durante los primeros años de la posguerra cuando Cifesa, «la antorcha de los éxitos», inició su avasalladora producción de cine con estudios propios y un elenco de técnicos, directores y artistas que eran contratados como en los estudios del Hollywood clásico.

Una de las primeras actrices que Cifesa contrató en exclusiva fue a Amparito Rivelles. Su consagración como estrella fue fulgurante. Al principio en papeles de damita joven, ya fueran en dramas líricos como «Alma de Dios» (1941), comedias como «Malvaloca» (1942) o «Los ladrones somos gente honrada»(1942), de Enrique Jardiel Poncela.

Amparo Rivelles destacó desde que pisó la escena por su elegancia y seguridad en las tablas. Tenía una belleza austera, alejada de encanto racial que representaban las dos grandes estrellas: Estrellita Castro e Imperio Argentina, mitos del cine español de los años 30. Ella, como Sarita Montiel y Ana Mariscal, con quienes coincidió en Cifesa, fue la representante de las chicas topolino de los años 40. Llevaban zapatos de cuña, trajes estampados, alguna pielecita que lucían con displicencia mientras jugaban a ser jóvenes desinhibidas, deseosas de encontrar a un hombre rico que las sacara de la miseria de aquellos años oscuros. El nombre procedía de una novela escrita por José Vicente Puente, y la referencia al topolino, el coche utilitario italiano, simbolizaba el sueño de prosperidad y bonanza económica de los españoles de entonces. En pocos años, Amparo Rivelles pasó de comedias de «teléfonos blancos» como «Deliciosamente tontos» (1943) a dramas románticos como «El clavo» (1944), de Pedro Antonio de Alarcón, que la consagró en el cine.

Tenía un rostro hermoso pero duro, de mujer entera e insobornable. Recia y aguerrida como las heroínas que representó en los años 40. Una imagen que el régimen potenciaba en la mayoría de las actrices del cine para insuflar ánimo y esperanza para superar la dura posguerra. En el fondo, Amparo Rivelles escondía un corazón de oro y una bondad que no podía esconder sus ojos sorprendidos. Pese a cierto aire melancólico, donde mejor lucía Amparo Rivelles era en los grandes dramas históricos, el llamado cine de «cartón piedra», la especialidad de Cifesa. Su primera reina fue Eugenia de Montijo. ¿Quién mejor que ella para representar a una joven andaluza que acabaría siendo Emperatriz de los franceses? Era su estampa regia lo que hizo de ella la máxima estrella de cine de los años 40.

Se notaba que tenía empaque teatral por su precisa dicción, su elegante forma de caminar en el plató y el estilo reposado de enfrentarse a la cámara, quizá no con muchos registros expresivos, pero sí suficientes para encandilar al público español que demandaba dramas más grandes que la vida y actrices sublimes que pudieran representar con igual destreza dramática la Lucrecia violada de «Fuenteovejuna» (1947) como «La duquesa de Benamejí» (1949). Su fuerza expresiva la hacía la actriz idónea para ser «La leona de Castilla» (1950), pero el papel de su vida fue interpretar a la reina Isabel la Católica en la epopeya fílmica «Alba de América» (1952).

A partir de entonces, esa imagen épica va dando paso a una actriz teatral más preocupada por interpretar papeles dramáticos de enjundia como «A puerta cerrada» de Jean-Paul Sartre, con su propia compañía. Antes de partir hacia Hispanoamérica, fue la protagonista de la versión en español de «Mr. Arkadín» (1954), de Orson Welles. En 1957, se afinco en México, donde permaneció durante veinte años como gran dama de la escena teatral.