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Crítica de libros

Espías en el desierto

Espías en el desierto
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Zerzura es «blanca como una paloma, en su puerta hay grabada un ave. Coloca con tu mano la llave en su pico y abre la puerta de la ciudad. Entra y hallarás grandes riquezas, y al rey y a la reina durmiendo en su castillo. No te acerques a ellos y llévate el tesoro», dice «El libro de las perlas ocultas», un tratado de magia del siglo XV (citado por R.A. Bagnol en «Lybian Sands Travels in a Dead World», Londres 1935). Comenzaba el codiciado mito de un oasis perdido en el desierto líbico, un misterio solo literario pues hasta el siglo XIX no se emprendió su búsqueda. En la segunda mitad del XIX hubo expediciones aisladas y viajeros que levantaron los primeros mapas rudimentarios superando enormes dificultades y peligros, pero fue después de la Primera Guerra Mundial cuando proliferaron las expediciones al disminuir la hostilidad nativa y mejorar los medios materiales. En los años veinte se realizaron las exploraciones de Rosita Forbes y de Hassanein Bey, que recorrieron buena parte de ese desierto y descubrieron varios oasis y puntos de agua, suscitando el interés mundial. Pero Zerzura siguió siendo un misterio.

Y siguió siéndolo incluso cando los aviones proliferaron y ganaron en fiabilidad y radio de acción. Así pudo explorar parte de ese desierto Antoine Saint Exupéry, que a punto estuvo de perecer en un accidente con su avión y únicamente la afortunada aparición de un nómada le salvó la vida. Más cerca de la visión del lector está lo conocido a través de una película memorable: «El paciente inglés» (Anthony Minghella, 1996, con 9 Óscar y 12 nominaciones), que recrea la figura del conde húngaro Laszlo de Almásy (1895-1951) en Egipto y Libia, donde realizó numerosas expediciones utilizando camellos y, sobre todo, automóviles y, aún más, aviones. Recorrió los valles donde presuntamente se escondía la mítica Zerzura y no la halló, pero, en 1933, encontró la fantástica Cueva de los Nadadores en el Gilf Kebir, al sur del trópico de Cáncer, cuyas notables pinturas rupestres demostraron que hace diez milenios hubo en ese desierto agua abundante y que los nativos disfrutaban nadando en ella. El asunto suscitó un debate científico durante seis décadas, hasta que el geógrafo egipcio Eman Ghoneim descubrió en 2007, al norte de Darfur (en Sudán, junto a la frontera egipcia y relativamente cerca del Glif Kebir), un lago subterráneo de más de 30.000 km2.

Esas hazañas y las posteriores, como espía de Rommel, llegan a los lectores españoles en una obra tan apasionante como las mejores novelas de aventuras, «El oasis perdido, Almásy, Zerzura y la guerra del desierto», de Saul Kelly, publicada en el Reino Unido hace 16 años y que hoy debemos a la editorial Desperta Ferro y al traductor Javier Romero.

Me detendré en un asunto que ocupa un tercio del libro y que tiene que ver con la relación clásica entre arqueólogos, aventureros, diplomáticos, soldados y espías, como Frobenius, Lawrence, Morley, Warren, Banks..., entre los que Laszlo de Almásy es un ejemplo fantástico. Conocían profundamente las zonas, asumían grandes riesgos y trabajos, levantaban mapas y planos de zonas arqueológicas (o de lo que conviniera), trataban estrechamente con los nativos, negociaban (o sobornaban) con autoridades y funcionarios locales...

El Afrika Korps

Almásy (1895-1951), húngaro de la baja nobleza, tuvo una educación esmerada, hablaba húngaro, alemán, italiano e inglés, estaba estrechamente relacionado con Alemania, Italia y Gran Bretaña y, tras la Gran Guerra, en la que fue oficial de caballería y de aviación, entró en contacto con Egipto, donde estableció magníficas relaciones con personajes influyentes gracias a los cuales y a su conocimiento de los automóviles y aviones, se convirtió en uno de los mejores conocedores del desierto egipcio/líbico.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial, con Hungría aliada al III Reich, fue reclutado por la Abwehr (servicio de inteligencia militar alemán) y destinado como capitán al lugar donde sus conocimientos podían ser más útiles: el Afrika Korps, de Erwin Rommel, «El zorro del desierto». Su éxito en la Operación Salam –recreada minuciosamente en esta obra– le granjeó una condecoración tan preciada como la Cruz de hierro y el ascenso a mayor. Lamentablemente para Rommel, Almásy no encontró una ruta en la depresión de Qatara que permitiera a sus blindados soslayar la barrera de Montgomery en el Alemein, entre otras cosas, porque ya no estaba en África.

Almásy siguió trabajando para la Abwehr hasta el final de la guerra. Sus conocimientos y arrojo hubieran merecido éxitos mayores que los cosechados pero le fallaron sus colaboradores porque, según Saul Kelly, en la batalla secreta del desierto «Almásy era cuanto los alemanes tenían». Tras la guerra, ayudado por sus antiguos enemigos británicos, pudo regresar a Egipto, donde fue nombrado director del Instituto del Desierto Fuad I. Allí comenzó a trazar nuevos planes, como la búsqueda del Ejército de Cambises que se tragó el desierto en el siglo VI a.C. y, quizá, volver sobre Zerzura, pero una disentería se lo llevó por delante poco después, cuando contaba 56 años. Una narración trepidante de aventuras históricas con toques mágicos.