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Apagón
¿Es el fin de la utopía... o de la distopía?
Apagones, pandemias, guerras, IA, cambio climático, crisis económicas... ¿Vivimos instalados en una distopía?

Acabamos de salir de un apagón eléctrico sin precedentes. Los ecos de la pandemia de hace apenas cinco años, con sus secuelas de estado de alarma, encierro generalizado e inseguridad, se hicieron oír de inmediato en la atmósfera casi apocalíptica –aunque bien integrada– del pasado día 28. Mientras, las guerras locales con implicaciones internacionales se multiplican: Rusia vs. Ucrania, Israel y la franja de Gaza, los ataques estadounidenses al Yemen para frenar a los hutíes… Día sí y día también se nos dan consejos de supervivencia, se incita a reforzar el gasto militar de los países europeos. Se huele de nuevo la letal radiactividad del espectro atómico de la guerra total. El caos pende sobre nuestras cabezas.
Los avances tecnológicos, la progresiva e imparable transición digital, vienen acompañados por la posibilidad del ataque hacker definitivo, que hará parar de golpe toda la actividad en las redes informáticas que constituyen hoy las venas y la sangre que hacen funcionar al mundo. La implantación de las IAs supone también un aumento sin precedentes del paro, la eliminación de miles e incluso millones de puestos de trabajo. Masas de futuros (y presentes) desempleados que se refugiarán en las redes sociales y la internet del ocio convertidos en combustible para las grandes compañías. Consumidores consumidos por el mismo negocio del entretenimiento para el que trabajan gratuitamente.
A los viejos enemigos de la humanidad, el racismo, la desigualdad, el fanatismo religioso, la contaminación, la desaparición de especies animales enteras, el hambre, la pobreza, la crisis energética y las guerras, vienen a unirse otros aparentemente nuevos como el cambio climático o la creciente radicalización ideológica y política, con sus correspondientes tentaciones totalitarias procedentes tanto de las nuevas derechas como de las nuevas izquierdas en un siglo en el que todos sabemos el poco sentido que poseen muchas de las diferencias políticas e ideológicas de antaño.
Pero quizá el efecto más inesperado de esta nueva situación sea uno aparentemente menos trágico pero no menos significativo, aunque es desde el ámbito cultural e incluso antropológico: la realidad del siglo XXI supera toda la ficción distópica del pasado, el presente y, quizá, del futuro mismo. La convierte en poco menos que irrelevante e inoperante.
Las novelas y películas de ciencia ficción llevan décadas avisándonos. Hace mucho que el género abandonó el ámbito de la utopía, esos perfectos mundos ficticios que no están en ningún sitio –significado literal del término– y que los grandes y pequeños humanistas del pasado, de Tomás Moro y Campanella a Frank Bellamy, entre otros, proponían como ejemplo para significar, por contraste, las injusticias y fallos de nuestras sociedades reales. El siglo XX entró como elefante en cacharrería y las guerras por tierra, mar y aire, con su demostración de que la ciencia y la técnica se aplicaban tanto o más a la destrucción y la muerte como al progreso y la mejora de nuestras vidas, dejó prácticamente obsoleta la ficción utópica salvo excepciones generalmente irónicas.
Del mundo perfecto al oscuro
El imaginario de los mundos perfectos, fueran islas perdidas, planetas lejanos o comunidades situadas en un futuro no menos lejano, fue sustituido por el más siniestro, oscuro pero realista, de sociedades controladas por gobiernos, poderes e incluso circunstancias incontrolables tan nefastas como dramáticas. Llevando los aspectos negativos del presente a una mayor o menor exageración e hipérbole, la distopía –o anti-utopía, si se prefiere– se adueñó de las especulaciones futuristas de cine y literatura. No podía ser de otra manera tras espectáculos como la guerra de trincheras y los gases mortales de la Primera Guerra Mundial o como los campos de exterminio, el Holocausto y los bombardeos atómicos sobre Japón de la Segunda.
Los experimentos totalitarios de las primeras décadas del siglo XX, de la Alemania nazi a la Unión Soviética, abonaron el terreno para un género distópico que se había prefigurado con la obra de Samuel Butler («Erewhon»), Bulwer-Lytton («La raza que vendrá»), Verne («Los quinientos millones de la Begun»), Jack London («El talón de hierro»), E. M. Forster («La máquina se para»), Wells («Cuando el durmiente despierta»), Karel Capek («R. U. R»), Zamyatin («Nosotros») o Thea von Harbou y Fritz Lang («Metrópolis»), por no hablar de Kafka («El proceso», «El castillo», «En la colonia penitenciaria»). Todos predijeron un futuro negro en el que la Revolución Industrial y el progreso alimentaban las guerras, la deshumanización, la pérdida de la identidad, la burocracia y las diferencias sociales, con el peligro de volverse, como el viejo monstruo de Frankenstein de Shelley, contra sus creadores.
Durante todo el siglo XX esta tradición fue enarbolada por grandes autores y obras, tanto dentro como fuera estrictamente hablando de la ciencia ficción, abriéndose paso también en las pantallas, grandes y pequeñas. Aldous Huxley, George Orwell, Ray Bradbury, Anthony Burgess, J. G. Ballard, Philip K. Dick, Kurt Vonnegut, Margaret Atwood, Walter Tevis, Harry Harrison, Sinclair Lewis, P. D. James… La lista es interminable. Sus fantasías distópicas, profundamente enraizadas en la realidad, nos parecieron a menudo exageradas. Demasiado pesimistas, sobre todo, cuando las veíamos plasmadas en cine y televisión. La mayoría acertaron e incluso se quedaron cortas.
La realidad supera la ficción
¿Quién les iba a decir a Orwell y Huxley que ambos acertaban? Si por un lado el Gran Hermano, metafórico y literal, nos vigila, también nos reparte soma digital y virtual para tenernos contentos. Poco podía sospechar Bradbury con su «Fahrenheit 451», llevado al cine por Truffaut en 1966, que los libros no serían quemados por un cuerpo especial del Estado, sino por sus propios editores para hacer sitio en los almacenes donde se acumulan sin que nadie los lea. Acertó más Walter Tevis con su novela «Sinsonte», donde la lectura muere de abandono y olvido. Hacer sitio es lo que pedía la obra de Harry Harrison que inspiró «Cuando el destino nos alcance» (1968) de Richard Fleischer, con su superpoblación, corrupción y solución necrófaga final al problema del hambre. Solución que está a la vuelta de la esquina.
Algunos dirán que el reciente ascenso al poder casi absoluto en Estados Unidos por parte de Trump plasma algunos de los peores temores de «El cuento de la criada» de Atwood, también popular serie, o del «Eso no puede pasar aquí» de Sinclair Lewis. Quienes viven en la periferia ya han visto realizadas las pesadillas del «Rascacielos» de Ballard –con película de Ben Wheatley del 2015– o de «La naranja mecánica» de Burgess y Kubrick, mientras que los mundos de Dick, con su suplantación de la realidad por el simulacro virtual e incluso con sus mascotas eléctricas –¿recuerdan el Tamagotchi?–, parecen sólo meros retratos de nuestra vida cotidiana.
Conectados día y noche a la red a través de móviles que son mucho más que eso, nos hemos transformado literalmente en las pilas humanas de la saga de «Matrix» (1999) de las hermanas, antes hermanos, Wachovsky. El nuevo auge del radicalismo de extrema derecha lo mostraba también aquel «V de Vendetta» de Alan Moore, llevado a la pantalla y convirtiendo la máscara vengadora de su antihéroe en símbolo de rebeldía… rápidamente reificado en fetiche comercial. El problema de la natalidad en Occidente, que de forma desoladora exponían «Hijos de los hombres» de P. D. James y su versión cinematográfica de Alfonso Cuarón en 2006, es una realidad palpable. El ciberpunk de los ochenta se hizo real en los noventa. Las novelas y películas sobre pandemias y virus globales abandonaron hace un lustro las secciones de ciencia ficción para ir a colocarse en las de drama, desubicadas por un virulento exceso de realidad.
Pocas cosas nos asustan ya de las distopías, clásicas o modernas. Las historias para no dormir de series de moda como «Black Mirror». Los conflictos bélicos de títulos como «Civil War» (2024) o los futuros distópicos pero exóticos, llenos de acción y aventura de sagas juveniles como «Los juegos del hambre» y tantas otras, se hermanan y desactivan mutuamente. Nadie hizo nunca caso de las distopías. Escritores y cineastas perdieron miserablemente el tiempo, aunque nos hayan entretenido mucho. ¿Tiene sentido la distopía de ficción cuando vivimos (in)cómodamente instalados en una distopía real, perpetua y obvia? ¿No será el propio género distópico un instrumento más de la distopía para que nos acostumbremos a vivir con ella en lugar de contra ella? La respuesta está... en el próximo apagón.
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