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«Confesiones de un inglés comedor de opio»: vida de adicto de Thomas De Quincey

En 1804, Thomas De Quincey probó los efectos sedantes del opio contra un dolor de muelas y después padeció el suplicio de la dependencia

Thomas De Quincey retratado por Sir John Watson-Gordon, c. 1845
Thomas De Quincey retratado por Sir John Watson-Gordon, c. 1845La Razón

Abandonó los estudios a pesar de que era brillante en las letras y trató de hacerse viajero como buen romántico. Lo que halló fue la pobreza absoluta, pero se repuso. Thomas de Quincey (1785-1859) pagaría con secuelas de por vida el frío de las calles de Londres, donde vivía sin cobijo y fue protegido por las prostitutas, que le veían flaco y desvalido. Sin embargo, en 1804 se reconcilió con su familia y retomó los estudios. Descubrió la filosofía alemana y concibió la escritura de una especie de réplica a la «Crítica de la razón pura» de Kant. Pero el azar se iba a interponer en sus ambiciones intelectuales: por un terrible dolor de muelas le prescribieron un sedante. Y el opio le cambió la vida para siempre.

Cuatro años después de retomar sus estudios, De Quincey ya es un adicto y abandona las clases en el Worcester College de Oxford. Se convierte en seguidor de William Woodsworth, el gran líder del romanticismo inglés, con quien mantiene una amistad basada en conversaciones intensas sobre pensamiento y poesía a las que se suma uno de los grandes poetas en lengua inglesa: Samuel Taylor Coleridge. Sin embargo, el consumo de opio va cada vez más en aumento y sus proyectos de escribir un gran tratado filosófico se van diluyendo. Como él mismo reconocerá en «Confesiones de un inglés comedor de opio» (1821), durante dos años, apenas puede leer un solo libro. «He descrito e ilustrado mi embotamiento intelectual en términos que se aplican a los cuatro años que estuve bajo el hechizo de Circe de opio», reconoce el escritor en una obra que empezó publicándose por entregas y que generó un gran escándalo en la sociedad de su época. Eso sí, en ella, De Quincey no habla solo de «los dolores» de la sustancia a los que está consignada la segunda parte, sino también se refiere a «la llave del paraíso». «Lo tomé y ¡oh, cielos! ¡qué cambio tan repentino! ¡cómo se elevó, desde las más hondas simas, el espíritu interior! ¡qué apocalipsis del mundo dentro de mí!», recoge el autor en una narración llena de digresiones y en primera persona, casi un testimonio de periodismo gonzo.

Píldoras de obrero

De Quincey, que luego publicará «El asesinato considerado como una de las bellas artes», advierte en el prólogo que su intención es que «sus propios errores y debilidades» sirvan a otros. Y el narrador no escatimaba en dar, con nombres y apellidos, as identidades de caballeros (un deán, un subsecretario de Estado o el hermano de un lord) que consumían habitualmente opio de boticas decentes. Incluso revela que, en una visita a Manchester, los farmacéuticos le habían confesado que los obreros adquirían el fin de semana píldoras de opio por causa de su bajo salario, que no les alcanzaba «para regalarse con cerveza ni licores». Queda para el final de este pequeño ensayo cómo pudo el poeta escapar a la adicción, pues lo logró, no con pocos esfuerzos, con un descenso de la dosis muy disciplinado. Y aunque nunca pudo escribir el tratado filosófico que quería, sí incorporó una breve enseñanza moral a esta narración. Que la busquen los lectores si lo desean.