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La dantesca caída a los infiernos de Céline

Se publica 'Londres', uno de los libros del polémico escritor donde da cuenta de la desolada y pesimista mirada que tenía de la vida humana

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Si el siglo XX tuvo su Dante de los bajos fondos, su Homero del extravío, ese fue Louis-Ferdinand Céline. Nadie como él supo registrar con tanta violencia la zozobra existencial de una Europa en ruinas. Londres, recién publicada tras permanecer oculta durante décadas, nos devuelve al escritor en su estado más puro: obsceno, desmesurado, lírico y brutal. La novela, escrita en los años treinta, pero relegada al olvido por los avatares de la historia, funciona como una precuela de Guignol’s band, pero también como una pieza independiente que reafirma la posición de Céline como el gran cronista de la degeneración humana.

Desde «Viaje al fin de la noche» (1932), su novela cumbre, el autor se dedicó a trazar una geografía de la desesperación. En Londres, la ciudad británica es otro infierno en su personal Divina Comedia, un escenario donde se confunden las sombras de prostitutas, proxenetas, conspiradores y parias de toda índole. No hay redención ni destino glorioso en esta Londres descrita por el autor: solo la miseria, la supervivencia y la constante traición de los ideales. Como en el Guignol’s band, el protagonista Ferdinand es un exiliado, un desertor de la vida que deambula entre el vicio y la enfermedad con un humor agrio y desquiciado. Como dice en «Viaje al fin de la noche»: «La vida es esto: unos pocos minutos de alegría equilibrados por un montón de desgracias».

La prosa de Céline, esa petite musique que tan bien describió Henri Godard, se despliega en todo su esplendor en esta obra que rima con tanto con el drama como con la sátira. La sintaxis fragmentada, la elipsis, la cadencia del habla popular son las armas de un narrador que parece escupir el mundo a través de sus frases. En este aspecto, Londres está en deuda con autores como Rabelais y Villon, pero también con el grotesco barroco de Quevedo y con la ferocidad de los naturalistas franceses como Zola. Sin embargo, a diferencia de éstos, Céline no pretende documentar la realidad de manera objetiva: su obra es un delirio subjetivo, un teatro de voces en el que el mundo se reduce a un inmenso esperpento. Como afirma en Muerte a crédito: «No se puede hablar de la verdad sin hacer daño».

El interés de Céline por el lenguaje popular y su desprecio por la literatura «bien escrita» lo acercan también a los grandes innovadores del modernismo. En su día, fue comparado con Joyce, aunque su propósito estilístico iba en la dirección opuesta: mientras que el irlandés construía un palacio verbal de complejidad simbólica, Céline se dedicaba a demoler la prosa clásica desde dentro. Su lenguaje, lleno de invectivas y exabruptos, se aleja del preciosismo modernista para sumergirse en el fango de la oralidad. Es un escritor que no embellece la fealdad del mundo, sino que la amplifica. Como bien advierte en Rigodon: «El hombre está hecho para sufrir, para arrastrarse y quejarse. El resto es ilusión».

Un aspecto fundamental de Londres es su carácter autobiográfico. La figura de Ferdinand se confunde, como siempre, con la de Céline, quien en 1915 pasó un tiempo en la capital británica como agregado del consulado francés. Allí, según los registros, frecuentó los bajos fondos y se casó fugazmente con una camarera francesa. Estos elementos biográficos son reutilizados por el escritor en la novela, aunque deformados hasta lo irreconocible. La «verdad» en Céline nunca es factual, sino emocional: la guerra, el exilio, la prostitución y la corrupción son temas que atraviesan su vida tanto como su ficción, pero siempre filtrados por la hipérbole y la exageración paródica.

Historia de un descenso

A nivel temático, Londres se inserta en la tradición de la novela picaresca y del «Bildungsroman» invertido. No es la historia de una ascensión, sino de un descenso imparable. Como los protagonistas de «Muerte a crédito» o «Rigodon», Ferdinand no aprende nada, no mejora, no se redime. Su destino es el vagabundeo, la violencia y la descomposición moral. La ciudad es un personaje más en esta travesía, una Londres crepuscular que recuerda al infierno urbano de Dickens y al Londres dantesco de El corazón de las tinieblas de Conrad. «Es un agujero siniestro, lleno de almas podridas, un reflejo del infierno que nos aguarda en cada esquina», dirá Ferdinand en uno de sus delirantes monólogos. A veces podría evocarnos los versos de Walt Whitman: «Yo soy inmenso... y contengo multitudes».

«Lo malo es quedarse quieto cuando no van contra ti», resumía Bertold Brech, y le viene al pelo a estas páginas que se inscriben dentro de la tradición de la literatura del exilio. Céline, a pesar de ser francés hasta la médula, siempre escribió desde la posición del desterrado, del desarraigado. Su visión de Francia era la de un país corrupto y decadente, y su Londres es un reflejo de esa misma degradación. Hay algo en su narrativa que recuerda al Maldoror de Lautréamont, esa capacidad de describir la putrefacción con un placer morboso, de regodearse en la fealdad y el horror. No es extraño que escritores como Bukowski o Burroughs vieran en él a un precursor del nihilismo moderno. Como él mismo escribió en Bagatelles pour un massacre: «Todo lo que el hombre toca, lo corrompe. La historia es una gran cloaca».

Por supuesto, la figura de Céline sigue siendo objeto de controversia. Su innegable colaboracionismo con los nazis y su virulento antisemitismo han empañado –para no pocos– su legado, y no sin razón. Sin embargo, separar al escritor del hombre sigue siendo una tarea ineludible. «Londres» no es un panfleto, ni siquiera una obra con una carga política evidente. Es, ante todo, un documento sobre la desesperación humana, un retrato sin concesiones de los estratos más bajos de la sociedad, un testimonio de una Europa que ya entonces se tambaleaba al borde del abismo. Como escribe en De un castillo a otro: «La historia no se repite, se burla de nosotros, nos escupe en la cara».

La publicación de «Londres» es, en sí misma, un acontecimiento literario. No solo por la recuperación de un manuscrito perdido, sino porque confirma lo que ya sabíamos: que Céline sigue siendo una voz indispensable para comprender el siglo XX. Su literatura, con toda su carga de miseria y violencia, sigue interpelándonos, obligándonos a mirar donde preferiríamos no mirar. Como «Viaje al fin de la noche», como «Muerte a crédito», Londres es un espejo deforme en el que nos vemos reflejados, una advertencia de que la historia no avanza, sino que gira en espirales de horror y repetición. «El mundo gira en círculos, como un borracho en un burdel, cayendo siempre en los mismos errores», reflexiona Ferdinand en un pasaje de la novela. La crudeza de su mirada y su capacidad para retratar la desesperanza lo convierten en un autor fundamental, cuya lectura sigue incomodando y fascinando a partes iguales. Como bien dice en Londres: «No hay salida. No hay final feliz. Solo hay caída». Y, sin embargo, seguimos leyéndolo. Porque en la caída, en la desolación más absoluta, sigue habiendo una forma de verdad que no podemos ignorar.

▲ Lo mejor: Una prosa vibrante, visceral e innovadora que retrata con crudeza la miseria humana.
▼ Lo peor: ​Su violencia, nihilismo y lenguaje pueden resultar insoportables para lectores actuales.