Historia

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Miguel Hernández, el poeta que dormía con los ojos abiertos

Murió en marzo de 1942, un sábado, en la prisión de Alicante.

Hernández no fue el único que murió a consecuencia de la guerra. Sus pertenencias incluían ropa, un bote y una cazuela
Hernández no fue el único que murió a consecuencia de la guerra. Sus pertenencias incluían ropa, un bote y una cazuelalarazon

Murió en marzo de 1942, un sábado, en la prisión de Alicante.

El día 28 de marzo de 1942 era sábado y víspera del Domingo de Ramos. En la enfermería de la prisión de Alicante, a Josefina Manresa le entregaron fríamente las pertenencias de su difunto esposo, el poeta Miguel Hernández: «Un mono, dos camisetas, un jersey, una camisa, un calzoncillo, una correa, dos fundas de almohada, una toalla, una servilleta, dos pañuelos, un par de calcetines, una manta, una cazuela y un bote». El mísero «ajuar» del presidiario. Al final de la nota, seguro que debió repugnarle a Josefina leer esta indicación del oficial E. L. Sanz: «Pase a desinfección, y desde allí a Almacenes de Administración».

Poco antes, el oficial de la enfermería había comunicado el deceso al Jefe de Servicios, incluyendo una reveladora frase que no dejaba lugar a dudas sobre un detalle muy significativo que hasta ahora había pasado inadvertido: «Tengo el sentimiento de comunicar a Vd. que a las 5.30 horas del día de hoy ha fallecido el recluso hospitalizado en esta enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de “Fimia pulmonar”, según me manifiesta el médico auxiliar recluso. Ha recibido los auxilios espirituales. Dios guarde a Vd. muchos años. Alicante, 28 de marzo de 1942. El Oficial, firmado».

¿Se administró, pues, al moribundo Miguel Hernández, de 31 años, el sacramento de la Unción de Enfermos de manos del mismo capellán que le había confesado justo antes de casarle por la Iglesia? Todo parece indicar que así fue...

Josefina relataba años después, con todo el dolor de su corazón, las últimas horas de su esposo en aquel penoso exilio: «Dos días antes de morir, entré a ver a Miguel con el niño y su hermana. Estaba muy grave. Nos pidió que lo sacaran al Sanatorio que había solicitado y que vino aprobado por aquellos días. El doctor Barbero [Antonio Barbero] me dijo que ya no tenía remedio y, además, hubo dificultad para adquirir una ambulancia. Le dije que estaba muy débil y hacía mucho frío, que esperara a ponerse mejor para el viaje. Enérgicamente, me dijo: “Para el viaje, inyecciones conmigo, mantas conmigo. Si no me sacáis de aquí, me muero”. Al día siguiente, fui a preguntar por él y me dijeron que podía entrar a verlo. Esta vez no me llevé al niño, y me preguntó por él. Con lágrimas que le corrían por la mejilla, me dijo varias veces: “Te lo tenías que haber traído”. Tenía la ronquera de la muerte, yo le toqué los pies y los tenía fríos y con rodales negros. Al día siguiente aún fue mi esperanza a llevarle el alimento, y al poner la bolsa en la taquilla me la rechazaron mirándome. Yo me fui sin preguntar nada. No tenía valor de que me aseguraran su muerte. Me fui a casa de su hermana y le dije que Miguel había muerto...».

Al pie de su cama se mantuvo hasta el final el recluso Joaquín Ramón Rocamora. «¡Ay hija, Josefina, qué desgraciada eres!», fueron, según éste, las últimas palabras pronunciadas por Miguel antes de expirar. «Lo estuvo cuidando con mucho cariño –comentaba Josefina, aludiendo a Rocamora–, pues el enfermero parece ser que le tuvo aprensión y lo tenía casi abandonado. Este hombre se compadeció de él y hasta le curaba las llagas que se le habían hecho a Miguel de estar tanto tiempo postrado y de la poca higiene que había en la enfermería. Miguel me pedía para estas curas la pomada Uvitid y polvos de lo mismo. Este buen hombre estuvo al lado de Miguel hasta su último momento, haciéndole aire con un cartón. “Murió en mis brazos”, me dijo una de las veces que fui a verle a Cox».

A la cabecera

Debía referirse Josefina al enfermero Vicente Beneyto Luna, cuyo nombre salía a relucir en el comunicado de la muerte del afamado poeta dirigido desde la enfermería al Jefe de Servicios de la prisión; comunicado, por cierto, que revelaba la impotencia de los enfermeros para cerrarle los ojos al difunto: «El Oficial que suscribe tiene el honor de informarle a Vd. de que a las 5,30 horas del día de hoy ... [28 de marzo de 1942] falleció el recluso hospitalizado en esta enfermería, Miguel Hernández Gilabert, encontrándose de imaginaria el enfermero Vicente Beneyto Luna, que así me manifiestan las enfermeras de la Sala General, estaba a la cabecera del fallecido y atendiéndole ayudado por algunos [...] Significo a Vd. que el haber salido el cadáver con los ojos abiertos ha sido debido a no poder cerrárselos por medios naturales...». El poeta que dormía con los ojos abiertos.

Armado con alpargatas

A Miguel Hernández no lo detuvieron armado con mosquetón, el domingo 30 de abril de 1939, sino con sus inofensivas alpargatas del número cuarenta y tres. Su esposa, Josefina Manresa, evocaba la rara obsesión de Miguel por las esparteñas. Dos años antes había visitado con él los tenderetes instalados a la puerta del cine Salón Novedades, de Orihuela, donde los vendedores exhibían orgullosos sus productos fabricados con esparto: esteras, capazos y... ¡alpargatas! Miguel compró dos pares y se las puso al hombro, de vuelta a casa, mientras le caían por delante y por detrás, cogidas del talón por una soga. Al poeta le traían sin cuidado los cuchicheos, como el que Josefina escuchó de su tía, referido a su vez por la otra sobrina Antoñica: «Tía, coméntele usted a Josefina que le diga a su marío que no se ponga esparteñas, que se ríen de él mucho en los tajos».