El discreto encanto de Paul Simon
Un libro recoge las letras de Paul Simon durante cinco décadas, de 1964 a 2016: juntas componen una pastoral americana, el almanaque sentimental de varias décadas
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Sin tener nunca y sin querer merecer la fama de músico peligroso, sin alimentar leyendas y, especialmente, huyendo de los tópicos, Paul Simon ha desarrollado una carrera musical extraordinaria, digna de las mayores leyendas de la historia con la mitad de sus poses y ninguna de sus ambiciones. Con los méritos de una escritura culta y delicada y además extraordinariamente musical, la obra de Simon constituye las bases del folk y un almanaque sentimental de un tiempo, una pastoral americana equiparable a la gran novela estadounidense que nunca llega. Por eso, y aunque se hace demasiado a la ligera con discografías mucho menores, sus letras bien merecen presentarse en una edición por escrito, como si fueran poesías o titulares de periódicos, y poderse leer en tanto la crónica de varias décadas. Así las presenta un volumen que acaba de aparecer («Paul Simon. Letras 1964-2016», Libros del Kultrum) con el sello de garantía en la traducción de Alberto Manzano, ilustre conocedor de los mejores poetas de la historia del rock.
Las de Simon son canciones impúdicas para la clase pudiente que hablan de la cotidianeidad o de la decadencia de su propia nación, como hizo en la monumental «América», un tema que podría escribirse mañana, o en «Still Crazy After All These Years», «Duncan» o la inolvidable «Bridge Over Troubled Water». Y, sin embargo, leyendo sus palabras se pierde quizá su mejor cualidad, que es la musicalidad propia de los versos de Simon. Sus indudables cualidades líricas cojean sin las preciosas armonías vocales, los valientes arreglos y las melodías simples pero infalibles que dan forma a un corpus delicado y lleno de trampas para el que las sepa buscar. Porque en temas como «Duncan» se desafían las buenas costumbres cuando un muchacho triste se encuentra con una predicadora al salir de misa. O qué decir de «Mrs. Robinson», que estaba destinada a ser «Mrs. Roosevelt» en fantasía con la mujer del presidente americano (y es una de las cien canciones más importantes de la historia para cualquiera que haga la lista), o cuando en «You Can Call Me Al» un hombre se enfrenta a la fragilidad de la existencia tocando la blanda piel de su abdomen. En cada canción de Simon hay un poema, una intención y pocas pretensiones.
Por eso, cada vez que a Simon se le acusa o parodia injustamente de lánguido o aburrido (quizá más cuando se habla de su etapa con Art Garfunkel) es porque no se le conoce en absoluto. Este hombre le dedicó una canción a la ayahuasca («Spirit Voices») y nunca ha dejado de ser un hippy por apocado que parezca. Y, como decíamos anteriormente, su producción es también un fantástico viaje musical, una aventura que inevitablemente nos tiene que conducir a esa obra maestra que es «Graceland», un gozo para los oídos que rompió esquemas en su tiempo y no ha hecho más que ganar vigencia por su aproximación sincera al folclore africano como lo haría también con el caribeño más tarde, no por apropiación, como se dice estúpidamente hoy en día, sino por apreciación. Pero, ante todo, es un poeta de la música popular.