Selvático animal
Tontxu: «Nací en Bilbao adoctrinado por el nacionalismo vasco, que pensaba que los españoles eran unos paletos que solo consumían paella y toros»
El músico, con 30 años de carrera y 13 discos de estudio, gira por España con «Letras de otros», su último trabajo
Fue en el ecuador de los 90 cuando un grupo de cantautores de distinta procedencia desplegó su arte en pequeñas salas de Madrid y los medios de comunicación, ávidos de fenómenos con los que alimentarse, hablaron de una nueva generación que jamás fue tal. Ahí estaban, entre otros, Pedro Guerra, Javier Álvarez, Rosana, Ismael Serrano, Ella Baila Sola y Tontxu (Bilbao, 1972). ¿Formar parte de esa falsa «generación» fue ganancia de pescadores? «Yo creo que fue ganancia del público –reflexiona–, que nos sorprendió a todos, incluidas las multinacionales, acudiendo en masa a vernos cantar a locales donde cabían solo 90 personas y otras 200 se quedaban fuera. Sí, en este caso fue ganancia del público. Algunos de los que has citado llegaron a vender millones de discos. Había un pequeño vacío y del mismo modo que hoy las discográficas se fijan en las visualizaciones que tienen los artistas en sus redes sociales o en Spotify, en aquel entonces, como no había nada de eso, se fijaban en lo que pasaba en Madrid en salas como La Redacción, Libertad 8, El Rincón del Arte Nuevo o el Búho Real. “¿Qué pasa, por qué va tanta gente ahí?”, se preguntaban. Hubo un público –continúa–, nacido entre 1970 y 1980, que ya no formaba parte de la Movida de los 80 ni se identificaba con ella y que vino a vernos en masa. Digamos que el “milagro” se dio solo. Cuando hablo con gente de la industria, ni ellos mismos se explican aquel fenómeno. El público, al final, tiene la última palabra, y a mediados de los 90 la tuvo sin lugar a dudas. Luego, por supuesto, estuvo el impulso de las multinacionales que nos ficharon, en orden cronológico, a Paco Bello, al que no hay que olvidar, a Pedro Guerra, a Javier Álvarez, a mí…». Él trabajaba como locutor de radio y entrevistaba a músicos y, de pronto, se convirtió en uno de ellos. ¿Le descolocó? «Fue muy satisfactorio poder cumplir ese sueño –afirma–, pero hubo dos años brutales de pasar de un lado a otro, de entrevistar a ser el entrevistado. ¿Mis sensaciones? Perder el control sobre tu obra es un drama. O sea, cuando tú tienes tu canción en casete y se la enseñas a un amigo, vale. Pero cuando ya de repente llega un tercero que lo ha escuchado y no sabes quién es, o cuando vas a la FNAC y ves tu disco, nace esa sensación de “esto lo va a escuchar cualquiera y va a opinar”. Esa exposición te provoca una sensación de vértigo y de inseguridad que a muchos chavales que igual no están bien centrados les pasa factura. Yo –relata– tenía ya la experiencia de haber visto desde niño a Mocedades, donde cantaba mi tío; era uno de los seis que hicieron todo lo de “Amor de hombre”, toda la época gloriosa. De alguna forma conocía el oficio desde dentro, y cuando lo viví en mis carnes no fue algo traumático. Pero sí he visto a otros que venían de familias o de entornos ajenos al mundo del arte y a los que les costó asumir la popularidad». ¿Se llegó a sentir una estrella de rock? «En algún concierto sí me sentí una estrella de rock –concede–, porque estaba en Emi Records, una multinacional, e hicimos el Palacio de Congresos, en el Paseo de la Castellana, donde tocaban todos los grandes. Eso sí es un shock, el tener a dos mil personas viéndote. O el ir a un concierto de tu amigo Ismael Serrano y que un montón de personas te pidan un autógrafo».
Escuchar entre líneas
Tontxu publicó hace unos meses su último disco/libro, «Letras de otros», en donde ha musicalizado poemas y textos de diversos autores. Un trabajo colosal –le ha llevado una década– que registró en su estudio de la Sierra de Gata (Extremadura). Entre sus próximos conciertos destacan dos fechas en Madrid (sala Jazzville, 25 de octubre; El Rincón del Arte Nuevo, 7 de noviembre) y una parada en Valencia (El Volander, 8 de noviembre). Tontxu explica la génesis de ese disco: «Son regalos que le he hecho a gente que a su vez me ha ido regalando sus poemarios durante diez años y que, al leerlos, me he identificado con algún poema. Igual que hay quien lee entre líneas, yo escucho entre líneas. Hay poemas que parece que tienen su música escondida y se la he sacado con las tablas que da toda una puñetera vida haciendo canciones. Es que además es una cosa rara –prosigue–, porque te puede dar por pintar cuadros una temporada, a mucha gente le pasa. A mí me dio por la cerámica unos años, me compré un torno, un horno, horneé cerámica y tal. Pero es que lo de hacer canciones es una obsesión, una enfermedad, y lo es desde los diez años. Yo vine a Madrid con cuatrocientas canciones escritas y cuando superé las mil y pico ya dejé de contar».
En la canción «¡A escribir!» hay un verso de Cruz Díaz Marcos que reza: «Que nunca te acojone la censura». Venimos, le digo, de una época en la que la corrección política ha sido una forma perversa de censura porque obligaba –aún lo hace, aunque su fuerza empieza a periclitar– a la autocensura. ¿Qué hacemos con esa corrección política que nos ha asediado durante tantos años y que ahora parece que escampa? «Tenemos que pasárnosla por el forro de los cojones –sentencia en tono mesurado–, porque si no, no seríamos artistas ni seríamos nada. ¿La corrección política? Mira. Yo nací en Bilbao adoctrinado por el nacionalismo vasco, que pensaba que los españoles eran unos paletos de mierda que solo consumían paella, toros y señoritos andaluces. Pero tuve la gran fortuna de pertenecer a una familia que había viajado mucho. Mi abuelo [Juan Antonio Ipiña] fue capitán del Real Madrid y mano derecha de Alfredo Di Stéfano. Yo he sido un españolazo en Bilbao y un etarra aquí –sonríe–. Pero me he sentido libre en Madrid y se puede decir que soy un bilbaíno de Chueca. Y ahora también extremeño, porque llevo media vida vinculado a Extremadura: mis hijos son extremeños y mi mujer es secretaria judicial allí». Tontxu ha encontrado la razón de su ansia de hacer canciones: «Me he dado cuenta de que hago canciones por tres motivos: para hacerle un regalo a alguien, porque alguien me enamora o me desenamora, o para superar algún trauma. Y en vez de ir al psicólogo, transformas eso en música. Al final normalizas eso de hacer canciones que te sirven un poco de terapia y que se convierten en regalos para otros que se identifican con ellas», concluye.
Los jóvenes que seremos
Acuérdate, Juan Antonio, de cuando las palabras se desprendían de ti como trozos de carne viva, con esa furia que ostentan las piedras lanzadas, y de cuando cualquier guitarra era un remo con el que podías cruzar todos los mares sin poner un pie fuera de casa. Te hablo, ya sabes, de los días en los que la vida se vestía de grito y buscabas refugio bajo el manto amigo de la lluvia.
En los fuegos apagados, maldito oxímoron, crepitaban los desamores, y julio se transformó de golpe en septiembre porque el sol no te quemaba y el agua ni te abrazaba ni te hería. Y cuando en lo alto de la azotea ondeaban rizos como blancas banderas de tregua y sonreías a la cámara ligerísimo de equipaje y con una tonelada de dolor en los versos, los corazones de quienes más querías porfiaron en la mudanza y fuiste incapaz de ver más allá de todas esas cajas de cartón. Entonces todos contábamos treinta y tantos, también las madres recién separadas, y Madrid nada tenía que envidiarle a Nueva York y lo único que había que hacer era echar a andar y dejar que el sol te acariciase la cara.
Allá en la radio, frente a muchos ídolos y a algún que otro idiota, qué poco costaba sentirse distinto. Pero eso no fue nada comparado con el desembarco en Libertad 8, donde un montón de extraños celebraron unas breves historias que nacieron sin más intención que la de inventariar las emociones. A partir de ahí sabes que mienten absolutamente quienes sostienen que nada une más que la sangre. Las cosas son muy distintas ahora, al cabo de treinta años del tsunami, aunque la pulpa, en lo esencial, es idéntica: escribir, cantar, tratar de apresar al vuelo ese diablo que se oculta en los detalles.
Cada vez que este bilbaíno de Indautxu atravesaba la plaza de Miguel de Unamuno, casi siempre con prisa, sentía que otros lugares pronunciaban su nombre. Y en la Chueca infinita –Barbieri, Libertad, Hortaleza– encontró una segunda patria de la que solo cierto rincón de Extremadura logra sacarle. Podéis preguntarle a Anne Igartiburu cómo era aquel muchacho que llegó al sitio en el que pasaban las cosas cargado de ese entusiasmo que rebosan quienes aspiran a ganarse la vida subidos al cable temblón de sus sueños.
Los años corrieron y te enredaste más de la cuenta con las cuentas, pero tu show de Tontxu te quitó tremendo peso de encima. Fue cuando las paredes de los músicos se achicaron y hubo que buscar sustento en lugares en los que nunca pensaste que pondrías un pie, y mucho menos la jeta. Pero si alguien es siempre él mismo, ningún decorado desdora.
Estabas en aquel bar y un tema de Juan Carlos Calderón te clavó al taburete. Y recordaste, no sabes bien por qué, la noche en que Rafa Berrio, vía Diego Vasallo, aterrizó en tu vida con una frase inmortal: «Lo importante es la obra». Aquel genio para inmensas minorías se ganó la llave de tu casa y un pasaporte de amistad que no ha caducado ni aun después de su marcha.
Volverías a tropezar en esa piedra cien, mil, un millón de veces, claro que sí. Y no te olvides de decirle a Moncho que gracias, que muchas gracias y que bendito sea. Y que la vida, por dura que resulte, todavía pellizca y moja y calienta y eleva.
Vamos, cuéntales a Leire, Carla y Bosco un cuento que les haga despertar mientras cierran los ojos y se dejan llevar por su imaginación, que es y será su mayor herencia.