Arranca, qué verbo tan de moda, toda una nueva época lingüística. Al igual que el adjetivo «épico» se emplea con profusión en el fútbol, en las remontada o en los dos partidos del siglo por temporada (los Madrid-Barça y, viceversa), el verbo arrancar no se les cae de la boca (o de la pluma) a políticos y periodistas de información política de un tiempo a esta parte. La campaña arrancó el viernes día 7 de julio, los partidos arrancan con promesas variadas, en fin, que ahora diremos que los coches y las máquinas inician su marcha o comienzan a moverse.
La gente de mi generación y la de la inmediatamente anterior, se llevó las manos a la cabeza cuando proliferaron los móviles. «Se está destrozando el idioma, el español se encuentra al borde de la cuasi extinción», que dijeron nuestros maestros y un sinfín de presagios agoreros. Pues bien, nada de eso está pasando ni pasará. Nuestros hijos (en caso de padres tardíos como yo) o nietos, en el de padres a su tiempo, lo que practican es la literatura de la oralidad. Es decir, escriben como hablan y han creado una variante diafásica de la lengua (si quieren parecerse a ellos, añadan a su forma de expresarse, sin importarles en qué lugar de la frase los colocamos, «en plan», «en verdad» y «rollo»). Nada nuevo en el horizonte. Pero, con los políticos, el asunto cambia mucho. Sobre todo, cuando se trasuntan en candidatos electorales. Ahí no sabemos si arranca una nueva lengua llena de genialidades o si lo que escuchamos es una agrafia endémica que, en lenguaje médico, significa «incapacidad total o parcial para expresar las ideas por escrito a causa de lesión o desorden cerebral».
A los políticos (no a todos, por supuesto) habría que añadirles la apraxia, que se aplica a las secuencias del habla. Pero si tenemos en cuenta que la de político ya es una profesión en la que, para ejercerla, no se pide prueba alguna (no sé, un dictado, las cuatro reglas matemáticas, el conocimiento de los órdenes sintácticos del español...), nos encontramos con lo que nos encontramos. Lo primero, la «resemantización» de palabras de toda la vida en la que el presidente Sánchez es todo un maestro. Por ejemplo: «mentira», según el diccionario de la RAE, y de toda la vida de Dios, es la «expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente». Pues llega nuestro egregio guía, el profeta del 28M, y resemantiza: «Cambiar de opinión». Así, este sabio Kalikatres de tebeo deja la palabra «mentira» para la cuarta acepción de nuestro diccionario de cabecera: «Mancha pequeña de color blanco que suele aparecer en las uñas»..., por supuesto, de los de la extrema derecha y de la derecha extrema. Pero no somos «nadies» creando neologismos. ¿Se acuerdan de la expertitud? Esa fue la causa, bueno, una de ellas, para elegir a Fernando Simón (el de «habrá uno o dos contagios») al frente del inexistente comité de expertos para afrontar la Covid-19. Carmen Calvo «dixit», y así nos fue.
Pero es que de neologismos horrísonos nadie está exento. Así pues, y durante la campaña, vamos a escuchar (en mi caso, leer, porque ya estoy saturado de información electoral audiovisual) muchas lindezas. Tras la de «mentira», en la entrevista que le hizo Carlos Alsina, ha llegado una frase que ha pasado desapercibida y que –sin embargo– a mí me llamó la atención: «Asumimos la Presidencia española del Consejo de la UE con gratitud y humildad, pero también con gran determinación». Ya estamos con la grandilocuencia de este personaje cuando se pone el traje de «europeman». No, perdone, asumimos (España asume, no usted) la presidencia por obligación, porque nos toca. Lo de la «determinación» lo dejo para otro día y de la «gratitud» ni hablamos.
Pero variemos de candidato. Antes de empezar la campaña, en la precampaña de la precampaña de la campaña (12.6.23), Feijóo, que es un personaje sensato, más parecido al «hombre tranquilo» de la extraordinaria película de John Ford (1952) que el resto de los contendientes, esgrimió que «quedan 42 días para poner punto y final al sanchismo». No sé si ha querido decir que dentro de esos días pondrá un punto al sanchismo, se irá –luego– a Galicia a explicarlo y volverá más tarde para poner el final a tan nefasto período de nuestra reciente historia. Porque, de ahí lo de los dictados: en nuestra gramática, solo existen el «punto y seguido», el «punto y aparte» y el «punto final» (ya se desgañitó el añorado maestro don Fernando Lázaro Carreter contra este uso espurio). Este «punto y final» no es uso habitual del candidato del PP, pero sí lo es de una legión de periodistas, locutores y personajes del mundo público y yo ya no sé que hacer, por más que lo he tratado de combatir en la universidad y en los medios de comunicación en los que colaboro, entre ellos, este mi periódico.
Ya como candidato, y en
la excelente entrevista que le realizó Carmen Morodo (LA RAZÓN), se deslizó por una pendiente que es error habitual de muchos, muchísimos, políticos, me refiero a la confusión entre «partidario» y «partidista». Como siempre, acudamos a nuestro diccionario de cabecera, que no es otro que el de la RAE. Sobre el primer vocablo, nos dice lo siguiente: «1. Que sigue un partido o bando o entra en él. 2. Que está a favor de alguien o algo, o los apoya». Las otras tres acepciones no son significativas. Veamos ahora el significado de «partidista»: «Que muestra partidismo», es decir, que sigue criterios o consignas o intereses de un partido determinado.
Así, espeta el señor Feijóo, para explicar la diferencia entre mentir y rectificar: «Pero eso no tiene nada que ver con hacer lo contrario de lo que has dicho por tu conveniencia personal, política y partidaria». Como buen gallego que es, creo que se ha dejado influenciar por su paisano y predecesor en la candidatura electoral del PP a presidente del Gobierno, don Mariano Rajoy. A este gallego, a quienes los filólogos deberíamos dedicarle un monumento o un libro colectivo, cuando un periodista le hacía una pregunta hostil o de esas que incomodan (como las de Alsina a Sánchez), en lugar de echar mano de la mentira o del enfado, el señor Rajoy espetaba con buen humor: «Veo que usted no es muy partidario», y se quedaba tan fresco, sin necesidad de que una periodista del Régimen lo defendiera contra el malote del entrevistador (y los lectores de nuestro periódico y oyentes de Onda Cero saben a lo que me refiero).
Así pues, nuestros políticos confunden –a veces– la gimnasia con la magnesia, que se decía en la prehistoria (o sea, cuando yo era joven).
Empecé a seguir el fenómeno Yolanda Díaz (que no le llega ni al calcañar a la presidenta Ayuso ni en inteligencia ni en galanura) y, por ello, quise escuchar bien lo que decía para no hablar de oídas. Con Fraga ocurría un fenómeno muy curioso: su mente viajaba a la velocidad de la luz, pero su aparato vocal se asemejaba más bien a la vida de un perezoso, por lo que era bastante difícil seguirle: se comía dos terceras partes de su discurso. A Fraga, había que leerle, no escucharlo (a Julio Iglesias, le ocurre diferente: hay que escucharlo, no verlo actuar). Pues bien, no sé cómo calificar lo que siento cuando escucho hablar a Yolanda Díaz sin papeles por medio. Empiezo por manifestar mi desconcierto cuando declara que quiere un «feminismo al 99%». Me ocurre lo mismo que con los champús que quitan la caspa al 95%, porque siempre me queda la duda de dónde irá el otro 5 % de caspa o qué hace con ella el mágico producto. No sé, yo nunca he calificado a un alumno con un 4,9 suspenso, porque me parecía una falta de respeto. Pero, cuando dice que «vamos a adaptar las condiciones meteorológicas a los puestos de trabajo», imagino que está pensando en un real-decreto que prohíba al verano pasar de 30 grados.
Por último, nos queda el cuarto candidato en liza, el señor Abascal, que nos regaña a los españoles más que Aznar en su última época. Ha dicho que Yolanda Díaz es una mujer peligrosa (no será por su verbo fluido), y es el hombre de los tópicos más típicos de los políticos de manual: «Siente una gigantesca satisfacción» al ver a la gente en sus mítines. Tanta dice, que no lo logra ningún partido político (los 12 mil de Pontevedra de Feijóo no cuentan). No es bueno, y eso va para los políticos de uno y otro extremo, que se les vea el plumero del ansia por los sillones. ¡Ay!, dignidad, divino tesoro, te fuiste para no volver.
CONFRONTAR VERSUS ENFRENTAR
Para los candidatos, sean del partido que sean, los «otros» buscan siempre la confrontación. Es decir, «perdónalos, Señor, porque no saben lo que dicen». Confrontación es «carear a dos personas», «cotejar dos cosas, especialmente escritos» (programas, ideas, propuestas...) y enfrentamiento «poner una cosa enfrente de otra» o «hacer frente al enemigo», porque desde que el sanchismo se adueñó del PSOE y formó el gobierno del caos, no hay adversarios o rivales en los políticos de otros partidos (especialmente los de centroderecha), hay enemigos. Y así nos va. Hemos tenido un ejemplo de ¿confrontación? con el debate entre Sánchez y Feijóo en Antena 3. Lo pongo en interrogante, dado que más parecía, en muchos de los minutos, el combate entre un boxeador sonado, pero con un fondo físico suficiente, contra otro que no paraba de zurrar mamporros, pero sin poder llegar al KO, fundamentalmente por las marrullerías del sonado (interrupciones constantes y un lenguaje corporal que otros analizarán). Habrán adivinado que el sonado es Sánchez. El candidato del PP hizo algo que es básico en cualquier confrontación: tomar notas (escribir en un papel para los de ciencias) de lo que decía su oponente. El candidato del sanchismo no tomó una sola nota pues iba con la lección aprendida de los que buscaba: un enfrentamiento más contra un candidato ausente que con el presente. A mí me gusta terminar algunos de mis escritos con una cita del más grande, ya saben, don Miguel de Cervantes Saavedra, quien empezó a escribir el Quijote con 57 años. Esta vez, lo haré con una de sus «Novelas ejemplares», La Gitanilla: «Nacen de padres ladrones, crianse con ladrones, estudian para ladrones, y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte». Cambien ladrones por «prepotentes», y hurtar por «poder» y tendrán la solución al enigma de lo que presenciaron en el debate cara a cara.