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Cine

Crítica de "Oppenheimer": Nolan se quema con el fuego de los dioses ★★★

Dirección y guión: Christopher Nolan basándose en el libro de Kai Bird y Martin J. Sherwin. Intérpretes: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Florence Pugh. Francia, 2017. Duración: 180 minutos. Drama.

En "Oppenheimer", Cillian Murphy asume la carga psicológica de la contradicción soportada por el físico
En "Oppenheimer", Cillian Murphy asume la carga psicológica de la contradicción soportada por el físicoUniversal

Sabemos que Prometeo no acabó de calibrar la maldad de los hombres cuando les regaló el fuego que había robado de los dioses. El fuego podía salvarles de la muerte, pero también sembrar la destrucción a su paso. Por eso la osadía de Prometeo fue castigada por Zeus, convirtiendo su existencia en un sufrimiento infinito. Los biógrafos de Robert Oppenheimer detectaron los parecidos razonables entre Prometeo y el factótum de la bomba atómica, sirviéndole en bandeja de plata a Christopher Nolan una lectura del personaje -y de sí mismo- más grande que la vida. Porque en la minuciosa descripción del auge y caída de este gran demiurgo que se topa con la horma de su zapato (en el plano literal, las fuerzas oscuras del gobierno estadounidense, no importa su filiación ideológica) el director de “Origen” encuentra un espejo en el que reflejarse.

¿Qué es lo que interesa a Nolan de su paradójico antihéroe? El gran especialista en el sujeto esquizofrénico siente fascinación por un hombre que apenas sobrevive a sus contradicciones; que en su genio natural para la física teórica, y su talento para saberse rodear de la flor y nata de la ciencia de la época, desvela la fuerza ígnea del átomo para derrotar al fascismo, sin darse cuenta de que será instrumentalizado por el sistema, y será condenado a galeras si no comulga con el uso político del poder destructivo de lo que ha creado. ¿No es Robert Oppenheimer una versión épica del propio Nolan, o de la imagen que tiene de sí mismo, como el defensor del ‘blockbuster’ de autor, que fue utilizado por Hollywood para abrir las puertas del cine pandémico con “Tenet”, peleándose con la Warner para no estrenar su película en ‘streaming’?

Nolan está lejos de haberse convertido en un paria, aunque, como Oppenheimer en su activismo antinuclear, sigue con su lucha por el purismo en celuloide y espera que los que le pusieron palos en las ruedas, le inunden ahora de premios con su película más solemne, y más concienciada políticamente. En ese sentido, hay algo admirable en “Oppenheimer”, que es su condición de anti-blockbuster veraniego, toda una declaración de independencia por parte de Nolan: aquí el formato en 70 mm sirve para componer una ópera del rostro y la palabra, en la que ni siquiera la prueba de la bomba atómica en el desierto de los Álamos sucumbe a las leyes del cine-espectáculo.

¿Qué ha hecho, pues, Nolan en “Oppenheimer”? Tal vez su versión de “Ciudadano Kane”, en la que una conversación entre Einstein y el científico norteamericano se convierten en un “Rosebud” con mensaje encriptado sobre el futuro del mundo. O tal vez una mezcla de “La red social” y “J.F.K”, también obsesionadas con una cierta poética del procedimiento, en la que la información circula para probar los hechos, hundir reputaciones o expandir teorías de la conspiración. La película, que se despliega desde dos puntos de vista (el de Oppenheimer (Cillian Murphy), en color; el de su némesis, Lewis Strauss (Robert Downey, jr.), en blanco y negro), no solo aspira a reflexionar sobre la responsabilidad moral del científico (ergo, del artista) en un sistema que intenta fagocitar su lucidez sino que, con un cierto atrevimiento, retrata a Estados Unidos como un país diabólico, cuyo amor por el “todo vale” para conservar su posición de poder en la escena geopolítica mundial nace en la era atómica.

A veces da la impresión de que Nolan, que se vanagloria de ser un hombre analógico, se ha quedado anclado en la Guerra Fría, y que la densidad informativa de la película no se corresponde con la simplicidad de su mensaje ideológico. Más interesante resulta el retrato de ese Oppenheimer devorado por la culpa, cuyo rostro atormentado es “ese Auschwitz del alma” que J.G. Ballard identificaba, en su novela “Playa terminal”, con el paisaje del atolón de Eniwetok, escenario del ensayo termonuclear en el que Estados Unidos detonó la primera bomba de hidrógeno. Necesitábamos menos datos, menos palabras, y más fantasmas, más visiones, más temblor en ese rostro. Después de todo, a Prometeo un águila le devoró el hígado una y otra vez, eternamente.

Lo mejor:

Su condición de anti-blockbuster veraniego, y el descenso a los infiernos de la culpa de Oppenheimer.

Lo peor:

Se echa de menos capacidad de síntesis, menos solemnidad y más desarrollo de los personajes femeninos.