Crítica de teatro

"Mañanas de abril y mayo": La juventud, la primavera y el amor ★★★☆☆

Carolina África ha firmado una versión en perfecta consonancia con ese objetivo de entretener y divertir que le ha marcado su directora, Laila Ripoll

"Mañanas de abril y mayo", en el Teatro Fernán Gómez
"Mañanas de abril y mayo", en el Teatro Fernán GómezDavid Ruiz

Autor: Calderón de la Barca. Directora: Laila Ripoll. Intérpretes: Pablo Béjar, Guillermo Calero, José Ramón Iglesias, Sandra Landín, Juan Carlos Pertusa, Alba Recondo, Nieves Soria y Ana Varela. Teatro Fernán Gómez, Madrid. Hasta el 14 de mayo.

Ya aseguraba en la presentación de este proyecto su directora, Laila Ripoll, que su intención no había sido otra que hacer una comedia puramente “festiva” que permitiera mirar al frente con optimismo y dejar definitivamente atrás los sinsabores de la pandemia. Y eso es, en efecto, Mañanas de abril y mayo, un divertimento menor dentro de la producción de Calderón de la Barca en el que, no obstante, se advierte alguna que otra genialidad propia del autor madrileño, como, por ejemplo, el intento del personaje de Arceo de dar por finalizada la comedia antes de tiempo, o el guiño que se hace Calderón a sí mismo dentro de la trama evocando otras comedias suyas: de manera más o menos velada, El galán fantasma; y, de forma mucho más explícita, La dama duende. Antes de que el metateatro, la autoficción y la intertextualidad se convirtieran en una afectada tendencia, él ya había transitado por todo ello riéndose un poco de sí mismo. De hecho, ya en El galán fantasma existe asimismo una alusión a La dama duende.

A partir del texto original, basado en el típico enredo amoroso con damas disfrazadas, patosos pisaverdes, criados astutos y galanes celosos, Carolina África ha firmado una versión en perfecta consonancia con ese objetivo de entretener y divertir que le ha marcado su directora. Una versión en la que la acción discurre clara y fluida, aligerada de un par de personajes insustanciales y de algunas referencias irrelevantes para el espectador de hoy. La única pega es la misma que cabe poner a la gran mayoría de las versiones de textos clásicos que vemos representados sobre las tablas, y es que el dramaturgo tenga menos reparos en reescribir nuevos versos que en prescindir de algunos términos y construcciones en desuso que podrían adaptarse fácilmente al castellano actual. Para no entrar en grandes profundidades gramaticales ni estilísticas, me pregunto sin ir más lejos por qué no se corrige ese laísmo tan habitual en los autores del Siglo de Oro (sobre todo, fuera de Aragón y de Andalucía) o no se moderniza la construcción de verbos con enclíticos cuando no afecta a la rima (aquí, por ejemplo, se mantiene “creello” en versos arromanzados, que bien podría sustituirse por “creerlo”).

Con una minimalista escenografía diseñada por Arturo Martín Burgos, en la que quizá hubiera sido conveniente delimitar más algunos espacios para que el espectador ubicase mejor la acción, Laila Ripoll da dinamismo a la historia, propiciando una agilísima entrada y salida de personajes, y la dota de frescura merced al simpático uso de la música, el vestuario y la videoproyección. Incluso ha empleado unos títulos de crédito al más puro estilo de las grandes comedias de cine americano de los años 60.

Sin embargo, falta un poco de cohesión en el reparto y algo más de vis cómica en algunos de los secundarios. En cuanto a la pareja protagonista, está interpretada por dos buenos actores como son Pablo Béjar y Alba Recondo; pero, mientras ella ha sabido colocar a doña Ana en esa frontera del ridículo en la que cabe situar hoy prácticamente a todos los personajes de este tipo de comedias, él se ha mantenido un tanto serio en la composición que ha hecho del celoso don Juan. En cualquier caso, es finalmente José Ramón Iglesias, todo un veterano ya del teatro en verso, quien se erige, interpretando al indeseable don Hipólito, en el verdadero protagonista de una obra que acaba convirtiéndose, con su trabajo, casi en una comedia de figurón. Y el público lo agradece, a tenor de las carcajadas que despierta este Hipólito con sus patochadas cada vez que entra en escena.

  • Lo mejor: Todo está hecho con oficio y sin pretensiones. El propósito es entretener y se consigue.
  • Lo peor: La divertidísima interpretación de José Ramón Iglesias compensa la discreta comicidad de otras actuaciones.