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Zeffirelli, el director que inventó su nombre

Se quejó en una de sus últimas entrevistas de que Italia le había dado la espalda «como si nunca hubiera existido». Lo fue todo en el mundo del arte: actor, director de cine, teatro, regista, productor.

El director, durante el rodaje de «Jesús de Nazareth», en 1977
El director, durante el rodaje de «Jesús de Nazareth», en 1977larazon

Se quejó en una de sus últimas entrevistas de que Italia le había dado la espalda «como si nunca hubiera existido». Lo fue todo en el mundo del arte: actor, director de cine, teatro, regista, productor.

Saludaban con los brazos en alto los inmigrantes italianos que se embarcaban rumbo a América a principios del siglo XX. Viajaban con la cabeza gacha, con lo poco que podían llevar en una maleta y con el estigma que encontrarían en una tierra próspera. En no demasiados años, esa imagen cambiaría. Se convirtieron en representantes de una cultura propia y, a pesar dela mala fama de la delincuencia, iniciarían un idilio entre americanos e italianos.

Franco Zeffirelli nunca estuvo en ninguno de esos barcos, tuvo suerte de desarrollar su carrera justo cuando los prejuicios habían caído. Lo fue todo en el mundo de las artes: cineasta, escenógrafo, actor, responsable de vestuario, director de teatro y de ópera. Siempre más amado al otro lado del charco que en su país, una Italia que quizá nunca le perdonó sus contrariedades. Él, incansable, nunca dejó de intentarlo. Como buen hombre de cultura, todavía tenía pendiente estrenar la «Traviata» este verano en Verona y «Rigoletto» el año próximo en Omán. Unas obras que no contarán ya con su presencia, después de que ayer falleciera cerca de Roma a los 96 años, víctima de una larga enfermedad.

Los últimos años los pasó en una casa cerca del mar, en la Ostia Antica. Sin embargo, sus orígenes están apegados a la tierra de la Toscana, que le vio nacer en Florencia en 1923. Hijo de un hombre ya casado con otra mujer –que nunca lo reconoció y que falleció poco después– y de una mujer que también murió cuando él tenía seis años, su infancia no fue fácil. De hecho su madre lo inscribió con un apellido muy musical, tomado de una de las arias de «Idomeneo»: «Zeffiretti», que al ser trabscrito al regiustro civil se escribió con una errata: Zeffirelli.

Cultura universal

A los 20 formó parte de la resistencia partisana contra los fascistas, porque era lo que tocaba. Algo insustancial para su lucha de no ser porque muchos años después recrearía esa experiencia en el cine en «Un té con Mussolini». Había perdido la familia, pero la cultura universal ganó un italiano, que siempre cotiza al alza. Empezó a aficionarse al teatro y a sus clásicos, pero el primer intento lo hizo en el mundo del cine con Luchino Visconti. Zeffirelli quiso participar en una de sus películas como actor, pero éste lo rechazó por tener un acento demasiado toscano.

Fue Visconti, sin embargo, quien lo introdujo en «La terra trema» y «Senso», sus dos siguientes películas, en las que Zeffirelli fue ayudante de dirección. De Visconti aprendió el cine, la elegancia y cierto manierismo. Un estilo que le permitió ya volar libre a finales de los cincuenta y que tendría su máxima expresión en la década siguiente. Había rodado ya un filme para la televisión con Maria Callas en el Covent Garden de Londres, cuando desde el Reino Unido le encargaron una adaptación de «La fierecilla domada» de William Shakespeare. En su cabeza, los papeles protagonistas los debían encarnar Sophia Loren y Marcello Mastroanni, pero tuvo que conformarse con Richard Burton y Liz Taylor. Justo después llevó a la gran pantalla «Romeo y Julieta», con la que llegó su consagración. Además de la dirección, siempre estuvo al cargo de la escenografía y muy encima del vestuario.

Zeffirelli trabajó también con Antonioni, De Sica y Rossellini, pero nunca fue elevado a los altares de la excepcional cosecha cinematográfica italiana de la época. Era amigo de Maria Callas y Ana Magnani, a las que contó en una entrevista que citó un mismo día en su casa sin haber reparado en la presencia de la otra. Magnani, la del carácter volcánico, entró en ebullición cuando se enteró de que tendría que compartir protagonismo con otra gran diva. Pero cuando llegó la soprano, con su aire bastante más refinado, aplacó las iras de una de las fieras más temidas de la historia del celuloide. Ni siquiera las dotes de domador de leonas, le sirvió al cineasta para ser reconocido en su tierra.

Olvidado el antifascismo, se declaraba de derechas, homosexual y cristiano, en una época en la que ser intelectual era cosa de comunistas. Más tarde fue incluso senador por el partido de Silvio Berlusconi.

Mientras tanto, siguió con su adaptación del teatro al cine. Y de tanto explorar el género se metió directamente a las tablas. Trabajó en La Scala de Milán junto a Plácido Domingo y Montserrat Caballé. Y fue acogido con éxito en la Ópera de París y en el MET de Nueva York. Todavía en los noventa dirigió «Hamlet», en la que Mel Gibson encarnó al famoso príncipe de Dinamarca, y siguió gozando del reconocimiento de una industria estadounidense que encontró en él a un renacentista de su tiempo. Reconoció en una entrevista en «Corriere della Sera» que sólo le faltó el apoyo de la crítica de su país y que pareció que allí «nunca hubiera existido». Ayer, después de muerto, recibió el aplauso del mundo de una cultura italiana queen extinción y que se va quedando sin símbolos.