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Eurocopa 2020: La “bella Italia” es nombre de pizzería

Al Roberto Mancini jugador le faltaba la «cattiveria», esa maldad sin la que la Azurra pierde su esencia

Roberto Mancini, en el último entrenamiento previo a la semifinal contra España en Wembley
Roberto Mancini, en el último entrenamiento previo a la semifinal contra España en WembleyANDY RAINEFE

Igual que Sevilla, según el rockero Silvio, «no tiene que explicar por qué es la ciudad más bonita del mundo» y añadía, «que lo explique la segunda», cualquiera que haya pisado Italia sabe sin necesidad de leer a Stendhal por qué la llaman «il bel paese». Esta certeza queda en suspenso si se habla de fútbol, ya que el Calcio ha acumulado un envidiable palmarés, su selección y sus clubes, mientras dedicaba ostentosas pedorretas a los estetas y al canon. «La bella Italia», en fin, no es sintagma que siente bien a la Squadra Azzurra y recuerda, más bien, a la pizzería que hay en la plaza Fragela de Cádiz, justo enfrente del Gran Teatro Falla. Joaquín Caparrós, uno de los entrenadores más italianizados de nuestro fútbol, abomina del «azúcar», que es como él llama a las alabanzas. Esta «Nazionale» ha sido muy elogiada y todo oyente de José María García –todo el mundo en pie– se ha criado escuchando aquello de «el elogio debilita».

Dos de los cuatro mundiales que atesora Italia son debidos a las maniobras políticas de Benito Mussolini, el primer dictador que comprendió la potencia propagandística del deporte. En los otros dos, sus defensores desplegaron su maravilloso catálogo de artimañas para moler a golpes a Maradona (Gentile, 1982) y desquiciar a Zidane (Materazzi, 2006), dos victorias en las que el genio latino triunfó sobre las piruetas de los jugones. Los italianos ganan cuando escupen por el colmillo, como ocurrió en su única Eurocopa, la de 1968: en semifinales contra la Unión Soviética, Ferruccio Valcareggi ordenó defender a ultranza el 0-0 en el minuto 5, tras la lesión de Gianni Rivera. Como aún no había sustituciones, los azules aguantaron metidos en su área, prórroga incluida, con Dino Zoff en plan superhéroe y pasaron a la final gracias al lanzamiento de una moneda. Su última final continental fue en 2000, al término de uno de los episodios más conmovedores de la historia de las Eurocopas. La grada del Amsterdam Arena era un mar naranja de hinchas neerlandeses y en una esquina, un par de miles de aficionados vestidos de azul a los que no se oía pero que mostraban orgullosos una elocuente pancarta: «Catenaccio».

Pocas veces una sola palabra ha captado con tanta precisión el alma de una nación. A la media hora, Zambrotta fue expulsado e Italia, otra vez, se refugió en una trinchera inexpugnable en la que el general Toldo, con los coroneles Nesta y Cannavaro como ayudantes de campo, detuvo todas las ofensivas locales, un festival de pasecitos ridículos que casi nunca conducen al triunfo, en la más pura tradición de los Países Bajos. Los penaltis hicieron justicia e Italia no levantó la copa por culpa de Del Piero, que además de un equivocado es gafe. Con 1-0 en el minuto 90, el juventino eludió su patriótica obligación de irse al córner a perder tiempo, le quitaron la pelota y Francia empató mediante Wiltord para adjudicarse el título con un gol de oro de Trezeguet. Un país arrasado en lágrimas por la inmadurez de uno de esos niñatos que dice que juega profesionalmente al fútbol «por diversión». Traidor. Tampoco pudo ser campeona la Squadra Azzurra en Estados Unidos 94 porque perdió la final contra… la versión más italiana de Brasil, con ese centro del campo de hormigón que conformaban Mazinho, Zinho, Dunga y Mauro Silva. En la final más transalpina de la historia (0-0 y tanda de penaltis), los campeones fueron los propulsores del «jogo bonito».

En las películas románticas y en las discotecas del litoral, los italianos triunfan cuando seducen con su encanto natural; en el mundo de los negocios, sus empresas son competitivas gracias al plus estético que siempre tienen los productos «made in Italy». Pero cuando rueda el balón, el futbolista azzurro no debe hacer concesiones a la galería ni dejarse arrullar por los cantos de sirena de la crítica, más dañina cuanto más elogiosa. España es la favorita para la semifinal porque su rival, con todos los récords que acarrea, ha traicionado su naturaleza. Mancini fue un extremo regateador e insustancial, uno de esos futbolistas que se meten por el ojo un rato pero salen enseguida de la memoria. Le faltaba la cualidad básica del futbolista italiano, la «cattiveria», una palabra que no tiene otra traducción al español que «maldad» y sin la que Italia pierde su esencia.