Opinión

Un malagueño en el trono de Tiflis

Jorge de Bagration, piloto de rally residente en la Costa del Sol, aspiró en los años noventa a la corona de Georgia

Willy Sagnol, en plena charla con los jugadores georgianos
Willy Sagnol, en plena charla con los jugadores georgianosAlberto EstevezAgencia EFE

España y Georgia ya se han enfrentado en Alemania en este primer fin de semana veraniego. A 425 kilómetros de Colonia, dirección noreste por la autopista A1, dos ensayos de Levani Narimadidze decantaban (17-12) para los caucásicos el duelo del Campeonato de Europa de rugby 7. Aunque en el seven no son tan buenos como en la modalidad tradicional de XV, nunca es buen negocio chocar con los Lelos, cuyos delanteros son capaces de despatarrar como a cucarachas a la melé de los mismísimos All Blacks. En ningún deporte de combate es recomendable vérselas con un georgiano y bien que lo sabe el aficionado polideportivo español, que idolatra a Ilia Topuria y vibrará en los inminentes Juegos de París con el judoca Nikoloz Sherazadishvili, dos talentos importados desde allí. Púgiles, boxeadores, halteras… donde reina la fuerza, lucen los georgianos.

Al fútbol georgiano lo tapaba este gusto atávico por la colisión. No obstante, siempre estuvo ahí. El Dinamo de Tiflis ganó dos ligas y dos copas soviéticas y nutrió a la selección de URSS con talentos excepcionales. El fabuloso equipo que adiestró Konstantin Beskov en el Mundial 82, logró el pase a la segunda fase gracias a los goles que le marcaron los georgianos Shengelia y Chivadze a Escocia en La Rosaleda y no encabezaron su grupo por delante de Brasil porque Augusto Lamo Castillo perpetró un atraco infame en el Sánchez-Pizjuán. Tras la independencia, colocaron a un puñado de grandes futbolistas (Kakha Kalazde, los hermanos Arveladze, Georgi Kinkladze…) a los mejores clubes de Europa.

En los años noventa, España y Georgia estuvieron íntimamente relacionado a través de Jorge de Bagration, un piloto de rally residente en la Costa del Sol que aprovechó la implosión soviética para reclamar el trono de la nueva república proclamada por Eduard Shevarnadze, el ministro de Asuntos Exteriores de Gorbachov. Era el descendiente de la dinastía Gruzinski -que, en ruso, significa literalmente «georgianos»- y quiso aprovecharse de la desorientación del hombre poscomunista para encaramarse a un trono por la patilla. Por aquí abundan especímenes de este jaez, como los pretendientes a las coronas de Yugoslavia, Bulgaria, Rumanía, de Francia por la vía Martínez-Bordiú –ojito– y nuestra nunca bien ponderada casa real griega.