Deportes

El voleón

Don Carlos, Wimbledon y la Catedral

Juan Carlos, el entrenador de Alcaraz, enseñó a los españoles a respetar el rito de Wimbledon

Carlos Alcaraz aplaude al público Wimbledon después de alcanzar los octavos de final
Carlos Alcaraz aplaude al público Wimbledon después de alcanzar los octavos de finalTOLGA AKMENAgencia EFE

Si algún recinto deportivo merece ser conocido como la Catedral, nombre que se ha banalizado por su atribución tantas veces vana, es el All England Lawn Tennis and Croquet Club de Wimbledon, un ¿barrio? ¿suburbio? del municipio de Merton, situado en el conurbano sudoccidental de Londres. Allí, la competición se convierte en un rito con todos sus avíos litúrgicos, en el que las formas lo son (casi) todo y donde hasta macarras tan acreditados como John McEnroe, André Agassi o Nick Kyrgios pasan por la horca caudina del código de vestimenta en estricto blanco. Y quien no esté conforme, en fin, tiene cincuenta semanas al año para jugar torneos por los cuatro confines del planeta vestido de mamarracho.

Por las remembranzas del naufragio de la Armada Invencible o por el rejón clavado de Gibraltar, quién sabe, el tenista español no mostró durante el siglo XX tradicional aprecio por la etapa inglesa del Grand Slam, si exceptuamos las gloriosas salvedades de Manolo Santana y Conchita Martínez. Pero jugadores tan excelsos como Orantes, Arantxa o Bruguera, todos ellos aureolados con títulos mayores, pronunciaron en algún momento aquella boutade de «la hierba, para las vacas» con la que nuestros terrícolas, devoradores de polvo de ladrillo, saludaban sus prematuros adioses o justificaban sus ausencias de Wimbledon. Sonaban, en verdad, a excusas de mal pagador; y de peor perdedor.

Juan Carlos Ferrero, no por casualidad número uno del ranking mundial, iba a Wimbledon a perder como un gran campeón: como acudían cada año a Roland Garros Pete Sampras y Boris Becker, que jamás ganaron un título relevante en superficie lenta. Su persistencia le valió llegar dos veces a los cuartos de final y abrió la vía para que Feliciano López o David Ferrer, otro jugador a priori inhabilitado para el esplendor en la hierba, se asomasen a unas rondas finales a las que se habituado Nadal cuando su salud se lo ha permitido o a que Badosa pugne este año por suceder a Garbiñe en el palmarés femenino. El pupilo del hoy entrenador de Onteniente, Carlos Alcaraz, avanzó ayer al paso de la oca hasta la segunda semana de competición.

Lo que seguramente pocos recuerdan es que hace un año, Ferrero empujó al entorno de Alcaraz a pedir una invitación para jugar en el All England Club cuando apenas había cumplido la mayoría de edad. Parecía una extravagancia en esta sociedad exitista, pero el murciano sorprendió a la concurrencia ganando una batalla a cinco sets en primera ronda al japonés Yasutaka Uchiyama para acabar barrido en su segundo encuentro por Daniil Medvedev, que sólo le permitió sumar siete juegos. En otra época o con otro entrenador, un prometedor tenista español se habría ahorrado la excursión y el rapapolvo porque la hierba, ya saben, es comida de rumiantes. A don Carlos (¿qué es eso de Carlitos?) le sirvió para enterarse de lo que vale un… plato de fresas con nata de los que se consumen por millares en Wimbledon.

Tras ganar su primer Roland Garros, en 2005, Nadal perdió en la segunda ronda contra Gilles Müller, un luxemburgués que también lo eliminó doce años después en los octavos de final. En su segunda participación, con los pronosticadores segurísimos de que su tenis defensivo era inservible en hierba, llegó a la final. A la cuarta visita, salió campeón y cuidado con que no dé el campanazo el próximo domingo. Alcaraz ya ha recorrido parte del camino, esos primeros pasos que sólo los valientes se atreven a dar incluso conscientes de que la derrota aguarda a la vuelta de la esquina.