Editorial

El TC y la usurpación de la voluntad popular

No corresponde a los magistrados del alto tribunal la potestad de establecer nuevos derechos, función reservada al Poder Legislativo.

El nuevo presidente del Tribunal Constitucional (TC), Cándido Conde-Pumpido, en Zarzuela antes de su audiencia con Felipe VI
El nuevo presidente del Tribunal Constitucional (TC), Cándido Conde-Pumpido, en Zarzuela antes de su audiencia con Felipe VICarlos LujánEuropa Press

No es cuestión de entrar en el fondo ideológico de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el aborto porque ni este puede ser nunca un derecho de la mujer ni, en su caso, corresponde a los magistrados del alto tribunal la potestad de establecer nuevos derechos, función reservada al Poder Legislativo, es decir, a los representantes de la soberanía nacional.

Nos hallamos, pues, ante un supuesto de una gravedad inocultable, puesto que se abre el camino para que la turnicidad en las mayorías pueda llevar a interpretaciones constitucionales no sólo dispares, sino alejadas del espíritu constituyente del texto fundamental sobre el que se conforma nuestro sistema democrático y de derecho, que fue respaldado por las Cortes, primero, y refrendado en urnas, después, por la inmensa mayoría de los españoles.

Y, aquí, cuando hablamos de un derecho esencial, como es el derecho a la vida, no caben apelaciones al principio, ¿ajurídico?, acuñado por la doctrina norteamericana de que la Constitución es un «documento vivo» que debe ajustarse a los nuevos modelos de comportamiento social o a los intereses políticos y económicos sobrevenidos sin necesidad de abordar las preceptivas normas para su reforma, simplemente, a través de las interpretaciones de los magistrados del Tribunal, que se convierten de facto en guardianes y verdugos de la Carta Magna, es decir, en usurpadores de la voluntad popular.

Esto es, exactamente, lo que ha ocurrido en España con los recursos a las leyes del aborto y la eutanasia, donde una mayoría «progresista» del Tribunal ha tirado del sofismo más pedestre para contentar al partido político que propició sus nombramientos. Y si hablamos de sofismo es porque no se puede deducir del texto constitucional la existencia de un derecho infinito a la autodeterminación del individuo, donde el deseo personal pase por encima de los derechos ajenos, y llevando su interpretación al absurdo de considerar que la maternidad puede llegar a vulnerar la dignidad de la mujer, delirio jurídico que nos llevaría a considerar la gestación como un acto indigno.

Pero, en cualquier caso, como señalábamos al principio, los magistrados del Tribunal Constitucional ni son fuente de Derecho ni están legitimados para crear leyes o reformarlas. Por último, pero no menos importante, la defensa de la vida ha sufrido con esta decisión un gran daño, pero no por ello irreversible. La lucha contra el aborto, como contra la esclavitud, es una labor de siglos, con sus avances y retrocesos, ardua y, especialmente, vinculada al progreso de los derechos y libertades de los seres humanos. No hay, pues, que resignarse ni, mucho menos, aceptar que la eliminación de un ser humano en el seno materno sea moralmente aceptable. Podrá ser legal en el ordenamiento jurídico de un tiempo y un lugar determinados, pero nada más.