Análisis
El arte de no pactar
Desde los Pactos de la Moncloa del 77 solo se han rubricado seis acuerdos de estado: ninguno sobre sanidad, educación o inmigración
Si buscamos «pacto histórico en 2020» en Google (esa especie de Biblioteca de Alejandría del siglo XXI) encontramos cómo se repiten una y otra vez dos referencias: la del acuerdo de la Unión Europea para movilizar 750.000 millones en forma de Fondos para la Recuperación (el plan Next Generation) y la de los Acuerdos de la Villa del Ayuntamiento de Madrid, con las 352 medidas para reconstruir la capital que se aprobaron en un pleno extraordinario en el que se impuso el consenso (lo suscribieron desde Más Madrid hasta Vox). Uno de carácter supranacional y el otro municipal. Pero no hay ningún rastro de pactos a nivel nacional que puedan encajar en esa línea que aspira a lograr el «bien común» y a sentar bases duraderas en el tiempo y alejadas de las necesidades partidistas acuciadas por una mayor o menor urgencia. Como si fuesen una utopía, los pactos de Estado se han convertido en un argumento al que se recurre más como aspiración (casi) inalcanzable que como instrumento real de la política que pueda mejorar la vida de los ciudadanos. De hecho, esta misma semana, el líder del PP, Pablo Casado, ha propuesto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, hasta 13 pactos de Estado. Sin respuesta. Y aunque pueda parecer un ofrecimiento entre ingenuo y osado dada la polarización (o bipolaridad) de las relaciones políticas, lo cierto es que no se trata de ninguna novedad.
¿Un rasgo propio?
A lo largo de este complejo año, Casado ha lanzado en varias ocasiones el guante de cuatro grandes acuerdos (Pacto Cajal por la Sanidad, reactivación económica, una Comisión en el Senado y la Oficina de Atención a las víctimas de la covid-19). El último ofrecimiento en sede parlamentaria fue el pasado mes de junio, poco antes de que tanto el presidente del Consejo Europeo, Charles Michael, (con su mensaje en Twitter de madrugada «¡Acuerdo!»), como el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, lograran aunar posiciones distintas en un texto amplio para una excepcional situación. ¿Qué sucede para que ese tipo de consenso sea imposible en al ámbito nacional? ¿Es una cuestión coyuntural o un rasgo que forma parte de la esencia bipartidista de nuestro sistema político?
La respuesta a estas preguntas puede encontrarse en los pactos de Estado de los últimos 43 años. No parece España un país muy dado a estos grandes acuerdos, ni por cantidad (tan solo se han sellado siete) ni por calidad, ya que algunos de los temas decisivos para la política (la gran política) de un Estado nunca han logrado el respaldo suficiente para encajar diferentes visiones y escapar de los márgenes de partido.
La foto en blanco y negro de la unidad en el espectro ideológico de los Pactos de la Moncloa de 1977 (desde Santiago Carrillo a Manuel Fraga, con los nacionalismos catalán y vasco representados en Miquel Roca y Juan Ajuriaguerra) sigue dando una lección política de primer nivel: además de abrir la tradición pactista y de impulsar la maltrecha economía española de la época, tuvieron el valor añadido de sentar las bases del cambio político que estaba por llegar. Solo un año después se rubricaría el pacto constitucional del 78, que no fue fácil ni tranquilo (como todo buen acuerdo llegó después de múltiples renuncias y desencuentros), pero que logró cristalizar en la Carta Magna. Más tarde, el pacto para el desarrollo autonómico de 1981 recogió el nuevo mapa autonómico y su estructura en una ley orgánica, y tuvo su continuación en 1992, con la firma del segundo gran tratado autonómico entre Felipe González y José María Aznar, que fijó el marco legal para transferir 32 competencias a las comunidades.
Cuestiones imposibles
Le siguieron el pacto contra el terrorismo de ETA de 2000 (que se reactivó en 2015 para incluir el yihadismo); el pacto de Toledo por las pensiones en 1995 (renovado hace un mes, el 20 de noviembre, con un acuerdo de mínimos tras años encallado); el de la Justicia en 2001 y el pacto contra la violencia machista de 2017. A medida que nos alejamos de los años de la Transición (ese oasis en medio de la tradición política española) va disminuyendo el afán pactista: en los veinte años que llevamos de siglo tan solo el terrorismo y la violencia de género han sido capaces de suscitar el acuerdo entre fuerzas políticas (y en esta última cuestión la entrada de Vox en las instituciones lo haría también hoy inviable: desde su llegada ni siquiera se han podido firmar declaraciones institucionales en los diferentes parlamentos).
Resulta sorprendente cómo materias clave para el desarrollo de un país no han logrado salir de la dinámica del debate partidista. Ni un solo pacto de Estado sobre Educación o Sanidad (ni la pandemia que colapsa el mundo y España ha sido motivo suficiente para abrir un debate serio y profundo sobre el sistema de salud). Tampoco ha sido posible en 43 años de democracia un acuerdo sobre inmigración. ¿Qué sucede en el ecosistema político para que ante las crisis que someten de manera cíclica a nuestro país, frontera sur de Europa, no se adopten medidas consensuadas? ¿Cómo es posible que tanto el ministro de Migraciones, José Luis Escrivá, como Casado hayan solicitado en las últimas semanas un pacto de Estado y no se haya concretado? Frente a la tentación fatalista de buscar el origen en nuestra idiosincrasia o aludir a esa expresión de desaliento «¡Cosas de España!» a la que Mariano José de Larra dedicaba uno de sus artículos en la Revista Española en 1833, merece la pena apelar a la solución que ya entonces, hace ya casi dos siglos, nos daba el propio escritor: «Huir de la inacción y contribuir a las mejoras posibles».
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