Análisis
Retrato social con vacuna de fondo
Quienes se saltan los protocolos para recibir una dosis nos devuelven a etapas corruptas y potencian las debilidades prepandemia
Aseguraba Gabriel García Márquez que a algunos de sus lectores les costaba creer ciertos pasajes de sus novelas. Curiosamente, solían coincidir con aquellos en los que relataba hechos reales: resultaban menos verosímiles que los puramente inventados. La realidad superaba a la ficción. Y aunque el comienzo de año nos ha traído episodios cercanos a fábulas apocalípticas (por no insistir más en lo de distópicas), todo lo que rodea a la vacuna contra la covid-19 va adquiriendo tintes que resultarían imposibles de creer si no fuera porque cada día comprobamos que son rigurosamente ciertos. La gran esperanza para poner fin a la pandemia y recuperar el mundo que conocíamos (y en el que vivíamos felices sin saberlo) se está convirtiendo en un proceso lleno de obstáculos que aleja el ansiado final del túnel y que nos sitúa frente al espejo de nuestras debilidades y contradicciones. Nadie pensó, desde luego, que fuera a ser fácil, pero el plan de vacunación (que Pedro Sánchez presentó el pasado noviembre como el mejor de Europa, junto con el de Alemania) deja tantos frentes abiertos y presenta tantas aristas que se ha erigido en un fidedigno retrato sociológico. Superada la inicial reticencia antivacunas, que en apenas un mes pasó del 47 al 28% y que en España representa, además, un movimiento residual (por mucho que nos empeñemos, no podemos estar aquejados de todos los males), el plan de inmunización sí ha destapado uno de los lastres endémicos más ligado a nuestras instituciones: la corrupción.
Una línea roja
Si debiéramos haber aprendido una lección en los últimos años es la de que los actos corruptos tienen consecuencias inevitables de reproche (ya sea penal o, al menos, social). Hemos visto desfilar altos cargos y empresarios por los banquillos, condenas, dimisiones de todo tipo e, incluso, la caída de un gobierno (el de Mariano Rajoy) después de una sentencia judicial. Podría parecer que España estaba curada de la corrupción, pero hay enfermedades que no se van sin dejar secuelas y ahora asistimos a otro tipo de irregularidad, que puede parecer de menor impacto porque no va acompañada de titulares que incluyen millones de euros ocultos en altillos, pero que es tan grave como la anterior. O más. Saltarse el orden en los protocolos de vacunación y ocupar el turno de otra persona es tanto como hurtarle su derecho a la salud (y por extensión, a la vida). Que se sepa ya hay 700 casos en toda España: políticos, gerentes de hospitales, militares, algún religioso y hasta un fiscal general. Un comportamiento tan indigno como transversal que se ha saldado con muchas excusas y solo nueve dimisiones. Al margen del debate jurídico sobre la posible prevaricación (ya se han abierto algunas diligencias), la controversia apunta más al ámbito de la ética, personal y social, y nos obligaría a fijar límites a estos comportamientos que deberían implicar el abandono inmediato de cualquier tipo de responsabilidad pública.
En España se abrió un debate antes de la llegada de la vacuna sobre cómo establecer los protocolos para su administración. A diferencia de otros países en los que los políticos fueron los primeros en ser inmunizados (para dar ejemplo o proteger a las altas instituciones del Estado: un modelo defendido, por ejemplo, por José Luis Martínez Almeida), aquí se optó por priorizar a los más vulnerables o a los más expuestos al virus. Una vez fijados los criterios, nadie que no estuviera en estos grupos de riesgo tendría que haberse vacunado. Nadie.
Además de descubrir la peor cara de la insolidaridad humana, el plan de vacunación deja también en evidencia los diferentes ritmos de inmunización según las comunidades, la rigidez de ciertas estructuras en nuestro país y la lentitud en la toma de decisiones que chocan con las imágenes que nos llegan de Estados Unidos o de Israel: vacunaciones sin salir del coche y en espacios abiertos, como estadios, para optimizar el tiempo y mantener la distancia social. Una capacidad de reacción cuyo éxito se mide en vidas salvadas.
Geopolítica y ficción
Pero, sin duda, el mayor drama al que asistimos se centra en el retraso en el reparto de las dosis. La crudeza del mercado en la primera ola de la pandemia (cuando no había mascarillas ni respiradores) amenaza con repetirse en la tercera por las entregas de las farmacéuticas, que parecen moverse más a ritmo de geopolítica que de crisis sanitaria. El desabastecimiento de vacunas en la UE (la comisaria europea de Sanidad, Stella Kiriakides, ha llegado a acusar a AstraZeneca de revender dosis a terceros países) podría derivar en una salida de la pandemia a distintas velocidades en el mundo: una macabra clasificación que dejaría con altas cifras de letalidad a los estados sin acceso a la vacuna.
Y este goteo en la llegada de las dosis con una cadencia mucho más lenta de la prevista (Madrid o Andalucía denuncian que apenas se llegará al 14 o 15 por ciento de la población inmunizada frente a las expectativas del 70 para verano) tiene también su derivada política: más desconfianza hacia la gestión de los mandatarios. Basta mirar alrededor para comprobar cómo los sondeos reflejan el desgaste de Emmanuel Macron o cómo Italia atraviesa su enésima crisis tras la dimisión de Giuseppe Conte. Una realidad que vuelve a conectarnos con la ficción si regresamos a las predicciones de El ala oeste de la Casa Blanca que ya en 1999 advertía de que la gran amenaza que nos pondría en jaque como sociedad sería un virus. Y dejaba una conclusión que hoy nos hace estremecer: el mundo no está preparado para una pandemia. Parece que ni siquiera éticamente.
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